En los títulos de créditos vemos por enésima vez como Nueva York amanece, pero esta vez, no vemos ni el Empire State, ni Central Park, ni la Quinta avenida, ni Times Square y mucho menos escaparates de Tiffany o de Cartier. Esta no es la Nueva York de Woody Allen, ni el de Spike Lee. De fondo, una vieja canción francesa de entre guerras nos canta con nostalgia esa visión idílica con la que desde Europa hemos mirado siempre a América, como “La tierra de las oportunidades”. Estamos en Queens, en un albergue caritativo de una iglesia en donde 10 hombres que otrora eran vagabundos, conviven como pueden, cada uno con su propia historia personal, sus dramas y sus pequeñas alegrías, en donde nuestro protagonista, Oliver, es solo un judío miope y tacaño entrado en los cincuenta, que intenta pasar desapercibido entre estos extraños.
Así comienza Sunday la segunda película de Jonathan Nossiter (Mondovino) una pequeña joya del cine independiente americano de los 90 que triunfó en Sundance alzándose a la Mejor película y guion. Mientras que actualmente este premio implica una difusión masiva con llegada a los Oscars, Sunday forma parte de esa primera parte del festival lleno de cine fresco, original, diferente, independiente de la industria y alejado de los circuitos de distribución masivos.
La trama inicia cuando Oliver sale del albergue a deambular e intentar que la hora de dormir llegue lo más pronto posible, pero su destino se acaba cruzando con el de Madeleine, una actriz británica en decadencia que vive en ese mismo barrio, que carga una enorme planta casi seca y que confunde a Oliver con Matthew Delacorta, un afamado director que conoció fugazmente en Londres años atrás. Y Oliver abrumado por esa mujer, escondido en su timidez y sin nada que perder, decide seguirle la corriente.
La película protagonizada por David Suchet y Lisa Harrow es un retrato sencillo sobre dos almas pérdidas en esta “tierra de nadie”, personajes que viven con el modo automático puesto, sin ser conscientes de su realidad o al menos sin ganas de afrontarla, porque a nadie le gusta darse cuenta de que lleva su vida por el lado equivocado. La desidia de estos personajes es tal, que hasta su situación les resulta irreversible. El contexto de este encuentro de 12 horas no tiene nada de casual. El barrio, Queens, se nos presenta como vacío, decadente, abandonado, una ciudad industrializada, que mira (o quizás admira) a los rascacielos de vecino Manhattan; un cielo eternamente gris y brumoso y el día, un domingo, ese día en donde tenemos tiempo para hacer lo que queramos, pero que para nuestro protagonista, Oliver, son 24 horas más a llenar con la mayor rapidez posible. El vacío existencial de nuestro antihéroe impregna también el espacio y el tiempo.
Este encuentro casual y ambiguo, cimentado en mentiras (¿de los dos?) y salpimentado por un ambiente inquietante en donde a veces nos cuesta diferenciar que es verdad y que mentira, acaba siendo una historia de amor atípica y hasta esperanzadora, desprendiendo un mensaje cargando de humanidad del olvido y la miseria.