Después de muchos años dedicado a su profesión como taxista, Pak (Tai Bo) es reacio a jubilarse. Con una minuciosa rutina interiorizada, que incluye el cuidado de su automóvil cada día, parece haber olvidado el propósito del trabajo y únicamente continúa por inercia. Como si no supiera o pudiera hacer otra cosa cuando nadie se lo exige. Lleva toda una vida cumpliendo con las imposiciones sociales y de su entorno, ocultando su homosexualidad en un Hong Kong en el que fuera y dentro de la ley su verdadera identidad no está bien vista. Pak conoce casualmente a Hoi (Ben Yuen) —un hombre divorciado y ya retirado— en un parque. Suk Suk (Ray Yeung, 2019) presenta así una relación que desestabiliza los cimientos de las existencias de ambos, mediatizadas por las relaciones con sus familias. A través de un uso de la cámara de extrema sutileza y sobriedad, que guarda las distancias y mantiene planos fijos en sus escenas más corales dentro de sus hogares, explora los conflictos generacionales y la silenciosa represión que sufren estos hombres incluso ya en la etapa final de sus vidas. Las convenciones y las costumbres chocan frontalmente con cualquier posibilidad de ser ellos mismos.
De un baño público en el que se puede buscar relaciones esporádicas a un parque, pasando por una sauna y hasta un centro cívico donde se juntan periódicamente para compartir sus experiencias y canalizar su activismo por un asilo específico para los mayores de la comunidad gay. A la vez que desarrolla delicadamente la intimidad entre sus dos protagonistas, el director recorre distintos espacios, más o menos en los márgenes, desde lo cotidiano a lo más sórdido. Espacios donde está delimitada su existencia desprovista de máscaras y con unos códigos propios fuera de las dinámicas sociales aceptadas como normativas. El hijo de Hoi se enfada por su poca disciplina al educar a su nieta. La esposa de Pak reclama que desautorice la pareja excesivamente joven de su hija. Yeung también explicita la contradicción entre el progreso vertiginoso de la tecnología y el lastre de un legado cultural reaccionario que se perpetua entre los más jóvenes, que mantienen rituales y religiones de forma mucho más estricta que sus padres y abuelos, sin cuestionarse su naturaleza. De lo individual a lo colectivo y a lo político, el cineasta es capaz de proyectar la escala del relato a partir de un puñado de personajes secundarios presentados con gran precisión y brevedad.
Los encuentros furtivos sirven para profundizar en un vínculo que va mucho más allá de lo sexual, que pone en vilo todo por lo que se han sacrificado durante años. Aun introduciéndose cada uno de ellos en el mundo del otro, las barreras parecen infranqueables para obtener el reconocimiento de una pareja de recién casados o de un viejo matrimonio sin exponerse. Todo mientras se esfuerzan por mantener a sus familias, amigos y compañeros de trabajo al margen. Los elementos de ambientación y el simbolismo construidos desde el guion se encajan perfectamente en un tratamiento formal que busca ante todo la contención emocional —la captura de gestos y detalles cotidianos— desde unos diálogos sencillos que transmiten una extraordinaria autenticidad. El deseo de tener el control de sus propias vidas y una felicidad real al alcance de la mano enfrenta la necesidad y el miedo de ser reconocidos, el temor a la posible pérdida de todo aquello por lo que han luchado durante tanto tiempo siguiendo las reglas establecidas que les oprimen. Y ahí radica la compleja ambivalencia que desarrolla el discurso del filme, que se extiende desde lo personal a la necesidad de visibilizarse públicamente para reivindicar su lugar con sus seres queridos, pero también en la sociedad en general.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.