El cuerpo de una adolescente que por necesidad debe dejar de serlo sirve como guía para hablar de tiempos pasados que se enfrentan directamente a futuros inciertos en los que el hombre es prescindible. Puestos a realizar una ‹coming of age› como ópera prima, Johanné Gómez Terrero se atreve en Sugar Island a romper el discurso lineal y servirse de metáforas, códigos visuales, folclore y reivindicaciones para elucubrar una imagen rupturista sobre el cuerpo femenino y la madre Tierra.
Seguimos así los pasos de Makenya, la protagonista de su historia, una joven más preocupada por disfrutar de la música y los amigos que por un futuro planificado fuera de los cañaverales de azúcar donde todos ellos han crecido. Lejos de interesarse únicamente por el despertar abrupto en el mundo de los adultos que debe acometer al quedarse embarazada, la directora articula una bisagra entre su forma de afrontar este cambio de planes y la problemática tanto laboral como de pertenencia de los trabajadores de la plantación.
Guiados por el contoneo de una serpiente entre los desperdicios de las cañas de azúcar, Makenya avanza entre dudas por la naturaleza y la espiritualidad que desprende en busca de una forma de deshacerse de su problema, antes siquiera de nombrarlo en voz alta. Vemos a la joven enfrentarse a sus visitas a la ginecóloga del pueblo, algo que paralelamente asume mientras los trabajadores de la azucarera se ven reemplazados por máquinas que trabajan más rápido y eficientemente que ellos. Surgen entonces nuevos conflictos, pues el bebé que está por llegar no tiene un lugar al que aferrarse, al pertenecer Makenya a una familia que no está censada por ser su abuelo un haitiano que siempre ha trabajado sin papeles.
Sugar Island se preocupa entonces por la temática social, advirtiendo de esa doble moral de utilizar a personas para el trabajo duro y luego dejarlas en el olvido cuando no son productivas, dando forma a una actualidad en la que todavía imperan patrones y trabajadores tratados prácticamente como esclavos (muy significativo el personaje del encargado de la plantación que jamás se baja de su caballo para hablar con el resto de personajes). Intenta involucrar el arte a estos sentimientos reivindicativos implementando escenas de interpretación teatral, donde algunos personajes, Makenya incluida, hablan de raíces, del hombre blanco prometiendo y el cuerpo negro sometido, mientras con sus étnicas vestimentas y posturas estudiadas proyectan un cambio de escenario que nos permita conocer nuevas inquietudes de esta, por otra parte, sencilla historia. Porque entre las estampas oníricas, las ‹performances› artísticas y el cine batallero que reclama un lugar digno para todo el mundo se encuentra la esencia de una protagonista que ve crecer los cambios en su cuerpo y en su forma de entender el mundo, mientras se relaciona con un entorno construido en la precariedad, la humanidad y las montañas de azúcar sin refinar, para plasmar desde un prisma subjetivo la mística de la procreación y de la supervivencia.
La exploración de Johanné Gómez Terrero deja estampas idílicas, y aunque no profundiza en todos los temas que expone en la película, sí encuentra un conjunto que funciona entre sí, imágenes efectistas y convencionales que consiguen dialogar entre ellas, buscando quizá más el impacto que un mensaje concreto que resaltar, donde la naturaleza se funde, una vez más, con la forma que tenemos de comprender el cuerpo, yendo a la comparativa más elemental, la de la equivalencia de los cuerpos con la materia que nos rodea: el azúcar nace como también lo hace una niña y el parto forma parte de ese engroso terrenal.
