La apariencia de una supuesta normalidad es lo único que evita que seamos conscientes en toda su dimensión de la violencia que las mujeres —en cualquier parte, en el entorno de todos— sufren contra su libertad sexual. Si las supervivientes de una violación no encajan en el perfil de víctima es porque ese perfil no existe. Lo único que tenemos para reconocerlo por nosotros mismos es una construcción cultural transmitida a través de la ficción y obviamente del propio cine. A no ser que ellas mismas te lo cuenten. Elena Martín (Bàrbara) protagoniza Suc de síndria, un cortometraje de Irene Moray que comienza con una simple escena de intimidad física con su pareja. Planos cerrados sobre sus rostros, respiraciones entrecortadas, la excitación entre ambos aumenta y entonces ella no quiere continuar y el momento se interrumpe. Algo le pasa a Bàrbara y como espectadores sólo podemos hacer asunciones sin ningún tipo de información adicional. Un terrible fuera de campo emerge del tiempo que pasan juntos ella y Pol (Max Grosse) en estas vacaciones veraniegas entre la naturaleza, los caminos de tierra, los árboles y el agua de un lago. Se trata de la lucha de una mujer por retomar por completo el control de su cuerpo y de su vida, de apropiarse de nuevo del placer que le fue arrebatado a través del trauma que sufrió hace años.
La directora establece rápido unas normas en su captura de las imágenes de ambos y especialmente de ella. En el exterior el plano se abre, las composiciones tienen mucho más espacio. Su mirada está atenta a los gestos entre ambos, a sus diálogos y el subtexto que construye un dolor compartido entre amantes en su complicidad. El cuerpo de Elena Martín de alguna manera se integra con el paisaje natural en los breves momentos que la vemos flotando en el agua, aislada del mundo exterior y hasta de ella misma. Su desnudez parece casi un acto de reivindicación, porque no hay nada que ocultar de ella ni de lo que ha sucedido —ni mucho menos la exposición que transmite cualquier fragilidad existente—. La calma, la introspección personal, la soledad puede llevar hasta un punto su proceso de sanación, pero cuenta con la ayuda de Max para superar las consecuencias de un hecho que la ha marcado de maneras que ni ella misma puede saber. La estructura del film se integra a partir de estos encuentros sexuales, de los tocamientos, besos e interacciones que lejos de centrarse en los cuerpos fija su objetivo en sus expresiones, los sonidos que emiten, las reacciones hacia el otro, el sexo como encuentro entre dos personas y no como simple búsqueda de satisfacer el deseo de uno mismo.
No se puede eludir de ninguna forma el discurso presente a varios niveles por parte de Moray, de manera implícita a través del desarrollo de la intimidad entre Bàrbara y Max y con una conversación en una comida entre amigos que plantea la falta de sensibilidad y conocimiento de la mayoría de hombres sobre la situación de las mujeres en el mundo incluso en países occidentales, supuestamente modernos y desarrollados en todos los aspectos. Es una escena que complementa y acaba con cualquier ambigüedad, que introduce el factor social a un tema que se desarrolla principalmente a través de los cuerpos de sus protagonistas. Una escena que enfrenta a Bàrbara a ese estigma de la identificación como víctima de una violación para una sociedad que no quiere ver todavía en toda su complejidad un problema de tal magnitud que es inasumible para la mayoría, porque significaría aceptar que las bases de nuestra cultura están rotas y hay que cambiarlas por completo. Este es uno de los valores más profundos del delicado trabajo de Irene Moray en Suc de síndria, poner su sensibilidad en el retrato emocional del personaje de Elena Martín sin olvidarse de llevar su mensaje a un plano general de conjunto a través de un activismo manifiesto que no admite interpretaciones.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.