En 2018 el cineasta israelí Yaron Shani se propuso construir una trilogía cinematográfica bastante ambiciosa. Por un lado, por tratar de explorar las incógnitas y vilezas que encierra un universo tan complicado como es el amor en su más amplio significado. Por otro, por anhelar crear un nuevo lenguaje cinematográfico impregnado de ese hiperrealismo tan de moda en el presente cine europeo e iberoamericano, empapando sus tres criaturas de un naturalismo sustantivo un tanto hiperbólico que casaba directamente con ese ‹cinema verité› a lo Jean Rouch que tanta influencia tuvo en movimientos de vanguardia de los sesenta como la Nouvelle Vague y el Free Cinema o en corrientes posteriores como el Dogma’95.
De hecho, una vez vistas las tres propuestas me dio cierta sensación de haber contemplado una especie de nuevo realismo inspirado por el cine de Jean Eustache con una puesta en escena y planteamiento muy próximo al cine realizado por Michel Franco, fundamentalmente por ese tono áspero, cruel, arisco y austero tan habitual en las obras del mexicano. Otro punto muy acertado de la trilogía consiste en entremezclar historias cruzadas y entrelazadas que suceden en el mismo espacio y tiempo, compartiendo personajes y relatos que irán apareciendo de forma efímera para acompañar el desarrollo de las tramas principales que protagonizan cada una de las tres películas. Esta combinación de personajes, incidentes, tiempos y cosmos logra crear la sensación de haber contemplado una sola película dividida en tres actos, apuntando de esta manera las consecuencias que los diversos acontecimientos ocurridos en una misma ciudad provocan en sus vecinos.
Sin embargo, un “pero” señala el resultado cosechado por la trilogía. Y es que se trata de un compendio que avanza de más a menos, algo que deja cierto regusto avinagrado en una trilogía que arranca de manera sorprendente y contundente para ir diluyéndose como un azucarillo en un vaso de agua conforme se desarrollan las demás propuestas. Es por ello que esta primera cinta, titulada Stripped, se eleva como la más sólida e hipnótica, la que deja mejor sabor de boca y con ganas de seguir degustando el resto de la saga.
Son muchas las bondades que ostenta el film. En primer lugar me gusta su lenguaje narrativo, que explota con mucho acierto los ‹flashback›, los viajes en el tiempo hacia atrás y hacia adelante, arrancando de forma impactante con la muestra de un suceso que marcará el devenir de los hechos que se irán desgranando a medida que avanza el metraje, yendo hacia el pasado para exponer poco a poco y sin dar muchas pistas los sucesos que provocaron la culminación de la desgracia que afecta a los dos personajes protagonistas.
La historia parte presentando a una novelista de éxito, llamada Alice (maravillosamente interpretada por la bellísima Alice Turgeman) que se despierta repentinamente una mañana con la sensación de que su intimidad nocturna ha sido usurpada sin su consentimiento. Así, la noticia de la existencia de un violador que está asediando en la ciudad torturará la mente de la escritora, quien sufrirá varios ataques de pánico sin control. Paralelamente conoceremos la historia de un adolescente llamado Ziv (Bar Gottfried), un joven que desea ser músico, profesión que no parece casar con las intenciones de unos autoritarios padres que prefieren que el joven postule por formar parte del ejército israelí.
De esta manera, con un recorrido pretérito, conoceremos a los amigos de Ziv (entre los que se encuentra un muchacho afectado por un cáncer terminal y una joven que suspira por perder la virginidad con Ziv), sus fiestas, sus sueños y reuniones (entre las que llama la atención aquella en la que los jóvenes adquirirán los servicios de un par de strippers con las que Ziv y uno de sus amigos harán el amor por primera vez). Y también seremos testigos del trabajo de Alice, embarcada en su primer proyecto cinematográfico consistente en realizar un documental sobre los jóvenes que forman parte del ejército israelí.
Lo que descubrirán Alice y Ziv, cuando ésta se ponga en contacto con el joven músico para que sea uno de los integrantes de su documental, es que ambos son vecinos, viviendo en dos edificios de apartamentos situados de frente. La llamada de Alice despertará una atracción platónica e instantánea en Ziv, que no dudará en ponerse en contacto con la amante de sus sueños con cualquier excusa. La espiará, deseará sus carnes y aliento. Alice le abrirá un apetito que antes nunca había sentido, pues ese amor secreto despertará los instintos más primarios del aprendiz de músico. Pero no mostrará a Alice sus cartas, pues la artista tan solo contemplará a Ziv como un joven interesante con el que adornar su documental.
De este modo, la admiración secreta de Ziv culminará con un encuentro forzado y fortuito, sin la autorización de Alice y con el empleo de un somnífero que convertirá a la diosa dueña de los caprichos de un adolescente imberbe, en una estatua inerte a la que adorar en su inmóvil desnudez.
La película presenta muchas virtudes. Me fascina el naturalismo y química que desprenden las interpretaciones de los dos protagonistas, hecho que confiere una atmósfera muy romántica y sensual a una trama que me recuerda en cierto sentido a la ideada por Krzysztof Kieślowski en su obra maestra No amarás. Asimismo, la puesta en escena llevada a cabo por Shani se beneficia de la espontaneidad y aparente improvisación que se estampa en las secuencias más potentes del film, aquellas que parecen estar protagonizadas por actores amateurs aterrizados directamente de las calles de Tel Aviv. También eleva el tono del film ese juego temporal y de espacios con el que se recrea su autor, mostrando un talento muy sugerente a través de unas herramientas que priman lo mínimo y la ausencia de artificios frente a lo explícito y sensacionalista que muy bien podría haber sido utilizado por el director israelí como en multitud de películas que centran su tiro en explorar los terrenos muy trillados de esas ‹love story› entre un joven inexperto y una mujer madura y atractiva.
Todo ello convierte a Stripped en una película hermosa, pero también sádica y despiadada. Una cinta que parte de una sensibilidad a flor de piel, soportada por esa espontaneidad que reflejan sus potentes imágenes, que acabará derrotando hacia unos terrenos farragosos y enfangados, exponiendo el dolor existencial y los efectos psicológicos que siempre van ligados al amor mal entendido. Un dolor que se sentirá muy adentro en la mirada humedecida en miedo y angustia de la hermosa Laliv Sivan, quien con sus ojos limpios y permeables dará testimonio de la aflicción y suplicio que supone respirar y sentir la usurpación de libertad originada en nombre de un amor inexplicable e introvertido.
Todo modo de amor al cine.