Dos jóvenes, una noche en las calles de Madrid y todo el tiempo del mundo para disfrutar de la vida. Ésa es la premisa con la que parte Stockholm (o Estocolmo, para los menos versados en otras lenguas). Una idea que durante la primera mitad de la película recuerda en exceso a Antes del amanecer y sucedáneas, pero sin el magnetismo que desprende la trilogía de Richard Linklater. Se habla sobre cosas muy lejanas a la mística romántica, no existe química entre ambos protagonistas y los minutos pasan sin que el espectador pueda sacar algo en claro de por qué está viendo esta película.
Sin embargo, lo que iba camino de convertirse en una obra pasable y sólo recomendable para los más empalagosos corazones, se convierte en la segunda mitad de la película en un puñetazo que golpea aquello que creíamos previsible y monótono. Sería pecado contar cualquier cosa más allá de esto (es fundamental tratar de ver esta película sabiendo poco o nada de su argumento), porque el impacto que el cambio de panorama produce en el espectador es semejante a cuando nos despiertan de una siesta veraniega. Un habilísimo recurso de Rodrigo Sorogoyen para recordarnos una vez más que el cine no es sólo una fábrica de sueños, sino también de la palpable y dura realidad.
En Stockholm sólo hay dos protagonistas: él (Javier Pereira) y ella (Aura Garrido), ambos desconocidos que no se atreven a revelar su nombre (finalmente conoceremos el de uno de ellos) y que comparten varias horas de su vida en medio de una típica noche madrileña. Buenas actuaciones las que nos ofrecen esta pareja de actores, quizá mejor ella que él, aunque desde el principio vemos que el papel le habilita mucho las cosas para lograr la empatía del público. No es fácil acertar con los cambios de registro que se operan en uno y otro rostro, y menos cuando la totalidad del metraje depende en un 99% de ellos, pero en esta ocasión no hay que poner ni un pero, ya que cumplen sobradamente con la tarea de no bajar el nivel del magnífico guión co-escrito por el propio director e Isabel Peña.
Además de la ciertamente tortuosa primera mitad de película (en un segundo visionado será más liviana e incluso disfrutable), las críticas negativas hacia Stockholm tendrán como foco de atención el final. Un final que a algunos les parecerá muy bueno y que para otros (me incluyo aquí) era necesario, pero que no deja de tener cierta reminiscencia hacia un muy vanagloriado director europeo de nuestros días que se caracteriza por no dejar a nadie indiferente con su manera de tratar la realidad.
Por tanto, en Stockholm nada es lo que parece ser. Todo el poder de adivinación que en muchas ocasiones creemos tener los espectadores, se desvanece aquí como un azucarillo en el café. La obra de Sorogoyen no llega a la altura del sobresaliente por el lastre que supone la mitad de la película, pero vista en conjunto merece muchísimo la pena. Acercarse a una nueva dimensión donde cualquier prejuicio es penalizado con una sonora bofetada en forma de giro de guión es el principal atractivo de una película que, esta vez sí, no dejará a nadie indiferente.