Podría empezar este texto señalando lo evidente, que la sombra de Michael Haneke es alargada. Algo que también salió a colación con Michael, otro filme austriaco que trataba el peliagudo tema de la pedofilia. ¿Es Austria un país abonado a los platos fuertes servidos bien fríos? Me falta perspectiva para poder generalizar, pero este debut de Sebastian Meise cumple perfectamente con los requisitos: crudeza temática y frialdad expositiva se alían para analizar los secretos y miserias que laten bajo la superficie de una familia aparentemente normal. En ocasiones uno tiene la sensación de que Meise se limita a aportar un look serio y festivalero a un material morboso que podría casi explotarse en la franja televisiva de sobremesa, pero es una impresión equivocada, probablemente producto de la extrema corrección con que Meise aborda su película. En realidad, Still Life se las apaña para resultar dura y elocuente sin aparentarlo (el encuentro mudo entre el marido y la mujer tras la revelación, el desenlace), aunque viéndola transcurrir no parezca salirse demasiado de una senda narrativa demasiado pulcra y ortodoxa.
Consciente de la gravedad del tema que se trae entre manos, Meise lo trata y gestiona con inteligencia, estudiando su impacto en los distintos elementos que forman el núcleo familiar sin menospreciar a ninguno de ellos: padre, madre, hijo e hija. Quizás sea reprochable un cierto exceso de contención (¿no es un poco raro que todos los implicados en una situación tan dramática sepan contener tan bien sus emociones?), pero Meise lo compensa con una precisión descriptiva encomiable, desnudando a sus criaturas a través de unas pocas pinceladas administradas en su justa medida. La estética, por su parte, busca desesperadamente ese tono distanciado, aséptico, que permita al espectador reflexionar sobre lo que ve sin verse avasallado emocionalmente. En el camino, como remarcamos al principio, encuentra a Haneke: abundancia de planos fijos, un uso acertado e inteligente de la elipsis, capacidad para generar tensión o labrar imágenes magnéticas cargadas de suspense (todo el deambular del padre en su particular viaje al fin de la noche tiene un punto inquietante).
Llegado al final, uno se ve forzado a hacerse la siguiente pregunta: ¿qué quería contarnos exactamente su director? ¿De qué quería hablarnos? Evidentemente, Still Life habla de muchas cosas (la desintegración del tejido familiar, el sentimiento de culpa, la naturaleza prohibida y tortuosa del deseo), pero el tema que más peso acaba teniendo, al menos para quien esto escribe, es el de la vergüenza. La vergüenza de esa madre que, ante la visita fortuita de una vecina, decide creer que todo marcha bien aunque en realidad todo esté roto en mil pedazos; de ese hijo que sabía pero no sabía, martilleado por la culpa; y de ese padre que quiere de un modo u otro redimirse ante los suyos y ante la sociedad, aunque le produzca pavor la simple idea de verbalizar sus faltas.
Meise da cierto margen a la imaginación dejando en el tintero algunas cuestiones importantes (el espectador, pese a lo que afirma la hija, nunca llega a tener del todo claro si llegó a abusar sexualmente de ella), mientras focaliza su interés en la forma en que los miembros de la familia asimilan lo que se les viene encima. Concisa y con algún apunte malévolo (el uso del Voyage Voyage de Desireless como factor de regresión temporal y acompañamiento masturbatorio), la cinta de Meise se confirma como un debut áspero y seductor, potente temáticamente hablando, que evita caer en el morbo barato y que demuestra, en su lugar, un verdadero respeto por sus personajes, a los que observa y describe detalladamente, sin juzgarles en ningún momento. Podrá quizás achacársele el no querer ir más allá de lo evidente (algo no del todo cierto) o algún detalle aislado un poco molesto (¿por qué suena tanto Antony and the Johnsons?), pero para ser una primera película, resulta lo suficientemente compacta, sólida y atractiva como para seguir con interés los próximos pasos de su director.