Después del fulminante éxito de Sexo, mentiras y cintas de video (Sex, Lies and Videotape, 1989), Steven Soderbergh se vino abajo. Se encontraba en la cima de su carrera, cierto, con decenas de llamadas de estudios, es verdad, pero sin terminar de disfrutar de un prematuro éxito que no entendía —¿acaso no hacía él cine independiente?—, presionado por Miramax para que volviera a hacer un taquillazo e incluso por Robert Redford, que como padre fundador de Sundance se consideraba su descubridor y por tanto estaba dispuesto a cobrarse el favor que según él se le debía.
Soderbergh se embarcó en varios proyectos que no acabaron de gustar ni a la crítica ni mucho menos al público. Precisamente él, el primero de su generación, con permiso de Jim Jarmusch y los ‹underground› neoyorkinos de los 80, que con ayuda de Miramax había creado algo así como el nuevo cine independiente americano que conseguiría unir a crítica y público a lo largo de los 90 hasta terminar en una marca comercial más para vender mejor —«id a ver Pequeña Miss Sunshine, que es cine ‹Indie›»—. El primero en subir al cielo y el primero en acabar en el barro. Durante buena parte de los 90, su nombre fue veneno para la taquilla. Él mismo declaraba años después que se encontraba perdido, atrapado entre dos almas que luchaban por salir: la primera era la de hacer un cine más personal y minoritario, y la otra hacer películas para el goce de todos sin muchas pretensiones. Soderbergh estuvo siempre indeciso sobre su camino hasta que llegó el año 2000. El año que conquistó Hollywood, las taquillas, los críticos, los Oscar y entendió cuál era su misión en esta vida. El año de Erin Brockovich y Traffic. El año en el que ganó los suficientes millones de dólares como para hacerse productor y decidir rodar lo que le saliera de los cojones mientras le echaba una mano a sus colegas y a los proyectos raritos que nadie quería tener entre manos.
Desde entonces, Soderbergh se embarca tanto en una obra para desconectar el cerebro y pasar un buen rato, como en el caso de la saga Ocean’s Eleven, que lo mismo le da por volverse el más radical de su generación (con permiso de Hal Hartley) y dirigir una obra sin concesiones al espectador como puede ser The Girlfriend Experience. Pero ahora, todo parece indicar que lo hace con el alma tranquila. Antes sus películas no terminaban siendo ni una cosa ni la otra, mientras que en la actualidad y sin perder un pizca de su sello personal (esa frialdad en la cámara o esos personajes vistos desde la distancia…) parece tener bajo control qué rueda y para quién. Quién sabe, puede que haya terminado siendo el único de los independientes que realmente lo es.
Encuadrado en las propuestas más personales del director, nos encontramos Bubble.
Bubble es una película mínima, con un equipo reducido incluyendo actores no profesionales y rodado en un puñado de escenarios reales para describir la cotidianidad de tres personajes atrapados en sus aburridas vidas mientras sobreviven sin pena ni gloria en una fábrica de muñecas situada en un desolado pueblo rural de la zona de Virginia.
La incomunicación entre los personajes y su entorno sobrevuela todo el relato, que permite cocinar a fuego lento la tragedia que de pronto y sin avisar surgirá en el tramo último. Los personajes se caracterizan por su apatía e indiferencia y sobre todo están marcados por la indefinición. Ni ellos mismos pueden definirse, tan sólo son una parte más de un engranaje empeñado en crear muñecas sonrientes para saciar a la sociedad. La atmósfera se impregna de la falta de esperanza de los personajes por lo que acaba siendo irrespirable entre sus silencios, conversaciones vacías y gestos de espera. Todos esperan que suceda algo que cambie sus vidas, pero nadie se atreve a hacer nada que incite a ese momento. Una espera infinita en medio de ninguna parte. El sueño americano convertido en veneno. Es por ello que una manera de observar la amistad entre Martha y Kyle, con una diferencia de edad importante, es de manera egoísta, de dos personas que en medio del desierto deciden unirse para sobrevivir por necesidad. “La intrusa” no es menos falsa que Martha o incluso que el chico. Aquí todo el mundo aguanta su vela como medianamente puede, si estamos juntos es porque, de momento, parece la mejor opción.
El último recurso para romper la monotonía parece ser la violencia, lo que hermana la cinta de Soderbergh a otras obras como la ópera prima de Peter Bogdanovich, El héroe anda suelto (Target, 1968), solo que aquí el acto violento y la mirada sobre la violencia queda en segundo término, no le interesa mostrar el cadáver ni el instante del estallido, sino como se va fraguando en el alma de esa pobre mujer la idea que acaba llevando hasta sus últimas consecuencias, aunque parezca ser que ni ella misma es consciente de ello.
La compleja dificultad final de juzgar a la culpable termina por completar el retrato de unos personajes que hablan poco pero que dejan entrever los resquicios de sus almas cansadas por falta de esperanza.
Por otro lado, como ya es habitual en él, la mirada sobre estos personajes y su desolada vida es fría, distante y calculada. Es su estilo, lo tomas o lo dejas.
Una película inclasificable, para nada vacía o pedante, pero que requiere mucho del espectador. Una pequeña obra maldita por descubrir.