El regreso por la puerta grande de Stephen Frears con su Philomena y el (por desgracia) circo mediático que la rodea debido a su nominación al Oscar nos llevan del título recién estrenado a una de tantas obras desconocidas del británico, pero que en esta ocasión entronca de alguna manera con el recién estrenado film de Frears, pues ambas giran en cierto modo entorno a las decisiones de la iglesia católica, que sin obtener un enfoque realmente crítico o visceral (se podría hablar más sobre un reflejo por parte del director), tienen un peso específico en la cinta que nos ocupa.
Dirigimos, para ello, la mirada a principios de este siglo, cuando tras una de sus infructuosas incursiones al otro lado del charco, Frears volvía al Reino Unido para hacer lo propio con una temática, la social, que nunca se ha despegado del todo del cineasta de Leicester, pues desde sus primeros títulos más conocidos (Mi hermosa lavandería, Ábrete de orejas) hasta los que no han tenido tanto resuello (como esa joya llamada Negocios ocultos) y los más recientes, siempre ha estado esa faceta de Frears presente en su cine, y en especial en Liam, una de sus aportaciones más menudas pero a su vez más definitorias del carácter del autor de Las amistades peligrosas.
Liam, que además de dar título al film, es el nombre del menor de tres hermanos, nos sitúa en una época pasada y en el centro de una familia de clase obrera y católica que verá como ese credo se derrumba ante una situación no del todo propicia. En ese ámbito, la figura de un padre cada vez más descreído cuya fe se terminará resquebrajando cuando cierre el astillero en el que trabaja y se quede sin empleo del día a la noche, repercutiendo en el seno de esa familia, se torna quizá la perspectiva más interesante de Liam, ofreciendo algunas de las reflexiones más agudas del film.
No obstante Liam no es, como tantos otros trabajos de carácter social, una de esas cintas que por obtener un enfoque más crítico olvidan el terreno en que se mueven, y es a partir de la imagen y, en especial, de la pericia e intencionalidad de Frears, donde la película adquiere sus mejores momentos. De hecho, y sin necesidad de dirigirnos a ningún momento emblemático, sólo la mera presentación realizada por Frears ya es del todo ejemplar: sin necesidad de situar con concreción al espectador, y sólo en un par de secuencias, es capaz de ubicarlo y dar a entender hacia donde se dirige.
Es esa primera secuencia, además de un ejemplo, es el punto de partida perfecto para introducirnos en ese universo: el fin de la jornada y el placer mundando de ir a cantar o tomar una copa a un bar, el intrépido devenir de esos chavales que apenas levantan un palmo del suelo y que parece recobrar (sólo momentaneamente) el espíritu Ealing, la perfecta definición de la condición social de esa familia con apenas un par de pespuntes… en definitiva, una serie de detalles que no hacen sino acercarnos a Liam y su familia, así como disponer el terreno en el que se moverá Frears.
También resalta la forma del cineasta de moldear cada personaje bajo ese “régimen católico” que el padre de Liam ve truncado no únicamente por los inmigrantes (irlandeses y judíos son, por lo general, el blanco de su ira), sino por una iglesia que no hace más que favorecer la situación de esos foráneos. Ese motivo, entre otros, le llevan a no querer aceptar caridad de los padres, por lo que la familia de Liam se las deberá apañar con los sueldos de su hermano mayor y su hermana mediana, Teresa, quien renegará de su condición para empezar a trabajar en un hogar judío.
Este último hecho, enlaza como tantos otros entorno a esa temática que sirve a Frears para concebir asuntos que van más allá de lo que a priori podría haber advertido el espectador, y gran parte del funcionamiento de ese fondo que no es olvidado en ningún momento queda realizado gracias a las virtudes escénicas del film. Así, desde los angulares y planos hasta la iluminación e incluso los contraluces otorgan un poder de sugestión mucho mayor de lo que podría haber alcanzado una cinta de estas características en manos de otro realizador que no fuese Frears.
Resulta casi obligatorio también, en una película de carácter tan sosegado (por su ritmo, la forma de trabajar las escenas, e incluso ciertos detalles a nivel de guión) hablar de esos pequeños crescendos a través de los que Frears logra transportar Liam a una dimensión distinta, demostrando el poder que posee la imagen en sus manos, así como el impecable trabajo de un elenco que nos descubre porqué el film es capaz de ir más allá de las propias reflexiones que pueda hacer el espectador y, pese a algún que otro desliz en su último tramo —comprensible, en cierto modo—, dejar una marca que no tiene tanto que ver con la naturaleza emocional, sino con la consecución de un talento difícil de conjugar en ocasiones en ese terreno.
Larga vida a la nueva carne.