Stéphane Brizé es la definición perfecta de cine tranquilo centrado en la edad madura (y no necesariamente madurez). A veces desde la indignación (aprovechándose de la presencia de Vincent Lindon), a veces desde el romanticismo, casi siempre desde el distanciamiento y lo trivial. Un distanciamiento, eso sí, desde el que persigue a personajes a los que resulta fácil acercarse. Minimalista en la concepción de sus dramas, monocorde al rodarlos y equilibrado en el resultado final, No estoy hecho para ser amado no es una excepción en su carrera. En este caso, un drama romántico sobre la soledad y un periplo repleto de la nada y poco más, ese poco que consiste en superar etapas de la vida que toca tachar para sentir que uno sigue adelante y que progresa, sean estas pocas cosas una ligera estabilidad laboral o la seguridad del matrimonio.
La tranquilidad madura y la sencillez adquieren aquí un nuevo rostro bajo la figura del lacónico Jean-Claude Delsart (Patrick Chesnais), agente judicial de 50 años meticulosamente responsable que a diario realiza un trabajo rutinario y desagradable sin la menor emoción, como hace con el resto de elementos de su vida. Una vida que consiste en ir del trabajo a casa y de casa al trabajo, salvo cuando el fin de semana va a visitar a su padre en la residencia de ancianos, único momento, ya de vuelta en el coche, en el que se permite un cierto desahogo emocional e iracundo consecuencia de la personalidad gruñona de su padre y de los años sometido a ella.
Siguiendo un consejo médico y llevado por una pulsión latente y vecinal, Delsart se apunta a unas clases de baile que a menudo observa desde la ventana de su oficina. Allí se encontrará con Françoise (Anne Consigny), una vieja conocida de la infancia/adolescencia a la que en realidad él no recuerda, pero con cuya memoria ella reinicia la relación que nunca tuvo con él. Con una química palpable entre ambos, Brizé aprovecha la carencia de vida propia de los dos para mostrar la importancia de este nuevo aliciente, de la pasión creciente y de los cambios que suponen en sus hábitos tan estancados.
Pero, por encima de la relación entre los protagonistas, el verdadero nervio de No estoy hecho para ser amado se encuentra en la erótica subyacente que late en las escenas de tango mal bailado, lejos del gris aburrimiento cotidiano de la oficina o de un no-matrimonio ya agotado. Con una fotografía que lleva mentalmente a los contrastes, pasando de los espacios de oficina estériles e incoloros a los cálidos colores amarillo y rojo de la escuela de baile, toda la película refleja la melancolía que enfrentan los personajes y encaja de una manera humana con lo que podría definirse como un soplo de aire fresco que no solo afecta a uno mismo, sino también a quienes los rodean.
Además, lo bueno del cine de Brizé es que, entre tanto regusto ligero, agradable y en apariencia casi inofensivo y optimista, siempre tiene tiempo de mostrar un poco de injusticia social y de cómo tendemos casi todos a normalizarla, enfrentando a los protagonistas contra su moral en poco más de dos minutos si hace falta (y aunque no sirva de mucho). Tanto en estas escenas como en el resto de la película, me quedo con las expresiones en los rostros de Françoise y Delsart. Los dos mantienen sus sentimientos ocultos y no son capaces de expresarlos con palabras, de ahí que el resultado final acabe siendo más bien cálido y ambivalente, a pesar de lo sombría que es la vida de la mayoría de los personajes (y no solo de sus protagonistas).