En la reciente El sol del futuro (Il sol dell’avvenire, 2023), el personaje interpretado por Nanni Moretti interrumpe el rodaje de la última escena de una película de acción hiperviolenta en la que se va a realizar una ejecución con un disparo en la cabeza. Esta ingeniosa y divertidísima escena denuncia a modo de manifiesto tanto la necesidad de justificar lo que se muestra en cada plano de una película como la forma de hacerlo. No es casual que otra escena en concreto de Stella. Víctima y culpable (Kilian Riedhof, 2023) me remitiera a ella de forma inmediata. La película, basada en hechos reales, sigue a Stella Goldschlag (Paula Beer), una mujer judía que se hace pasar por aria en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial al no poder huir del país con sus padres. Forma parte de los judíos que viven en la clandestinidad, con papeles falsos, ayudando a otros a obtenerlos a cambio de un precio para nada módico. Esto sucede hasta que es apresada por la Gestapo y obligada bajo tortura a dar nombres e información de judíos, para luego directamente pasar a colaborar de forma activa en la captura de otros que pasan inadvertidos en la ciudad.
Riedhof intenta construir con cierta sutileza una perspectiva moral ambivalente sobre la psicología y motivaciones de su protagonista durante gran parte de su metraje. Es casi una película de tesis: ¿qué es lo que puede hacer a una persona actuar contra aquellos que son como ella? ¿dónde acaba la colaboración forzada y empieza la voluntaria? ¿puede una persona odiarse tanto a sí misma como para empezar a odiar a sus semejantes y participar activamente en su represión y aniquilación? La lenta progresión inicial —con saltos temporales a través de elipsis que nos dejan ver como cambia desde que es una vivaracha cantante de jazz a su tormento realizando trabajos forzados, para luego sacar cierto beneficio de su posición “ayudando” a otros judíos— se interrumpe cuando la Gestapo la detiene, tortura y amenaza con enviarla a Auschwitz. Amenaza que se repite de manera recurrente, vergonzosa y abusiva, como un recurso de la narración para imponer al espectador de manera explícita el verdadero peligro al que se enfrenta Stella y su familia, ante la imposibilidad aparente de capturarlo con imágenes.
Volviendo a Moretti y a la escena del interrogatorio y la tortura, Riedhof no duda ni un instante en si debe mostrar la humillación de carácter obsceno de su personaje central. Lo deshumaniza en pos de la representación de una violencia bruta inimaginable e inexplicable para victimizarla innecesariamente. Curiosa contradicción: mientras que Auschwitz es una palabra tabú usada para evocar lo que no muestra y sólo explica en diálogos, no encuentra ningún reparo en degradar al personaje hasta que decide retirar la cámara y exponer sus consecuencias. Ahora Stella colabora con los nazis y señala a otros judíos, ayuda a apresarlos. De manera tímida al comienzo, para luego hacerlo con cierta convicción y acabar, en un giro de los acontecimientos totalmente injustificado por el relato, en una cazadora de judíos implacable, colaborando en el expolio y sin expresar ningún tipo de piedad ni siquiera ante una madre con un bebé. Sus ropas cambian, vistiendo de manera mas ostentosa. Su vínculo con otro judío colaboracionista también se utiliza para reforzar esta idea del cambio interior, incluso en la forma en que mantienen relaciones sexuales con cierta violencia, cayendo en un manoseado cliché de la ‹femme fatale›.
La degradación moral absoluta de la protagonista se produce de un plano al siguiente, destruyendo cualquier posibilidad de proponer al espectador una reflexión compleja sobre la naturaleza del cambio que ha experimentado esta mujer. El suspense inicial, los ademanes de estilo de cine negro —que hacían pensar en El libro negro (Zwartboek, Paul Verhoeven, 2006)—, el tratamiento expresivo del color con una fotografía y dirección artística que saca un inmenso partido a una combinación esplendorosa de azul cobalto y ámbar en sus escenas nocturnas, cuando el peligro acecha… todo eso se revela como un mero dispositivo sin un sentido real dentro de su narrativa. Hay un trabajo también extraordinario en las escenas urbanas y en el uso del ‹zoom›, la cámara en mano y la multicámara, para transmitir una idea de realismo documental dentro de este submundo sucio, sin esperanza, de personajes atrapados en un devenir histórico y social que les arrastra y del que son víctimas. Esto último, sus imágenes realistas en el registro de la época y la ambientación poseen un valor bastante mayor del que le otorga el propio director y la emparenta en sus esfuerzos con la magnífica serie de televisión alemana Babylon Berlin (Tom Tykwer, Achim von Borries, Henk Handloegten, 2017).
A diferencia de esa serie, resulta frustrante que todos estos recursos formales y la composición visual de algunas escenas acaben siendo sistemáticamente desprovistas de significado por el desinterés del cineasta en ir más allá de lo evidente. Como aquella en que Stella entra acompañada de unos amigos en una lujosa casa vacía en mitad de un bombardeo y la vandalizan y se mofan de sus propietarios, llegando a robar un uniforme de las SS. Una escena que podría llevarnos al cuestionamiento y el desafío del orden social de la famosa escena de Las margaritas (Sedmikrásky, 1968) de Vera Chytilová acaba convirtiéndose en autoparodia a través de la vulgarización de sus imágenes, con la decisión estética tan incompresible como grotesca de la música de fondo de la Cabalgata de las valquirias de Richard Wagner. Un caso que ejemplifica a la perfección la burda resolución del filme o la escenificación del juicio después de que Stella estuviera diez años en un campo de prisioneros soviético. Cualquier propuesta inicial de ambigüedad respecto al personaje —de configurar un dilema para el espectador— queda aplastada por la explicitación verbal del discurso de la cinta a través de una interminable serie de diálogos en planos medios.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.