Fogueado en el terreno de los cortos, David Martín Porras debuta con Stealing Summers, un primer intento en el formato que se fragua con un resultado fallido debido a que su anclaje discursivo nunca encuentra una praxis formal a la que atenerse y se detiene en detalles melifluos que en realidad no poseen tanta importancia como el cineasta les quiere conferir debido al hecho de que aparecen remarcados de antemano a lo largo y ancho del film. Es el caso de ese partido que funciona como pretexto para, en cierto modo, ubicar la acción y seguir alimentando esa relación a tres bandas, pero en el fondo no hace más que reincidir en elementos que ya habían quedado dilucidados con anterioridad.
Bien es cierto que el cineasta busca aristas interesantes en las que apoyar su trabajo, bebiendo en cierto modo del cine independiente (ello queda bastante patente en la composición del plano y el modo de situar a sus personajes en el escenario) y encontrando en el personaje de Sophie Auster lo que perfectamente podría ser una ‹femme fatale› en los primeros compases del film, pero tanto como que esos mimbres no ayudan a desarrollar un mensaje de contenido más social de lo que dejan entrever los envites de Martín Porras, que parecen ir en otra dirección.
Cierto es que define a sus personajes a la perfección, presentando en Trevor a un niño pijo que tiene la vida resuelta, mientras Sam se muestra como un personaje de orígenes más humildes cuya condición en Buenos Aires se ve supeditada al hecho de poder encontrar una alternativa en la Capital Federal; una nueva oportunidad por la cual huyó de su país natal. Así, el contraste está servido y las necesidades de ambos protagonistas se antojan bien distintas por mucho que Trevor intente dar una sensación de exigencia (excepto cuando se desboca) que nunca es la que percibe el espectador.
Resulta curiosa también la elección de un emplazamiento que se emplea como base para introducir ese discurso y, por ende, situación contra la que intentan lidiar sin fortuna Trevor y Max; no hasta que interceda el tercer personaje implicado que halla en Alexandra una pieza necesaria no sólo por el hecho de ofrecer al curioso dúo una solución a sus problemas, sino también por levantar las suspicacias entre ellos debido a esa ya mentada condición de ‹femme fatale› que desempeñará: a que Sam no tenga plena confianza en ella, se unirá que Trevor se haya encaprichado de Alexandra y cuando Max entre en la ecuación, desate los celos de su amigo y compañero en la ciudad argentina.
Con un trabajo que en su faceta técnica tampoco termina de cuajar, pues pese a tener tras ella una buena fotografía, quizá requería Stealing Summers de un aspecto más subversivo o, en su defecto, una mayor intencionalidad no tanto en la reestructuración de su discurso como sí en el empleo de unas imágenes que al fin y al cabo no poseen excesiva intencionalidad, la obra de David Martín Porras intenta encontrar una comodidad excesiva entre esos cimientos, como distanciándose del eje que él mismo ha compuesto sin que ello surta ningún efecto como para que el espectador perciba el discurso como algo a ser tenido en cuenta pese a su urgente actualidad.
El punto final concebido para Stealing Summers es, además de efectista y en cierto grado tramposo (el giro necesario —y tosco, todo sea dicho— para supuestamente implicar), bastante pueril en el sentido de que a esas alturas el fondo ha perdido parte de su fuerza y esa conclusión sólo se antoja como un truco que nos aleja en cierto modo del film y termina dejando un intento que si bien podía tener algo de interés, lo pierde por el hecho de dilatar sus constantes y otorgarles un espacio sumamente obvio, en agua de borrajas.
Larga vida a la nueva carne.