El sueño dorado, aquel que pone sus miras sobre el inalcanzable astro que parece suponer la Meca del Cine en la constelación del mundo del cine, reabre sendas inexploradas, y es que si bien la constitución de ese particular universo había sido puesta en tela de juicio con excelencia (gracias, Robert Altman), y tanto sus engranajes como inquietudes se habían tratado en la gran pantalla mediante títulos más o menos recordados, la ilusión desde una pulsión genérica por entrar en ese devastador mecanismo deviniendo en enfermiza obsesión no se había llevado hasta unas consecuencias que parecían inevitables a juzgar por las propensiones que puede generar un marco como ese.
Kevin Kolsch y Dennis Widmyer, que ya habían mostrado sus aptitudes en el terreno del largometraje con Absence, trasladan ese anhelo a la más llana de las aspiraciones, la de Sarah, una muchacha que trabaja en un restaurante «fast food» cuya mayor ambición es lograr por fin un papel en alguna producción, hecho que le lleva a recorrer todo tipo de castings hasta que un extraño atisbo de sordidez asoma en uno de ellos: la interpretación —o el intento de ella— queda relegado a un segundo plano por un peculiar ataque de ira por parte de Sarah que parece interesar más a los responsables del casting que las propias aptitudes en el terreno interpretativo. Esa sordidez pronto se traslada a un enorme caserón de atmósfera enrarecida regentado por un personaje de dudosas intenciones, tótem de ese universo cinematográfico que en realidad se muestra mucho más mundano que el ambiente que lo rodea: de hecho, se podría decir que la composición en particular de ese individuo se aleja en mucho de los matices que Kolsch y Widmyer han determinado en la configuración del espacio; sus motivaciones y gestos resultan mucho más claras, alejándose de la ambigüedad del resto de misteriosos personajes que componen ese clima, así como adquiriendo un rol mucho más tangible.
Lo que se había presentado como un desconcertante relato asentado en un acercamiento dogmático —que, dicho sea de paso, nunca abandona del todo—, comienza a advertir los primeros tintes psicológicos de un film en el que a partir de ese instante no habrá vuelta atrás. Es entonces cuando el espacio muta alrededor de su protagonista gracias a la capacidad de los cineastas por jerarquizar el plano, acotando su amplitud, modulando su dimensión y perpetuando en él la figura de Sarah, que adquiere un absoluto protagonismo en cualquiera que sea el sitio por donde se mueve. Esa habilidad, y por supuesto una acertada gradación en el aspecto tanto físico como mental —que es capaz de ser transmitido al espectador con apenas unas pinceladas de diálogo—, predispone el marco adecuado para que Kolsch y Widmyer subviertan su hoja de ruta y se sitúen en un terreno de ecos «Polanskianos» con una desenvoltura innata.
Es, sin embargo, cuando todos los esfuerzos parecían concentrados y dirigidos a explotar el potencial de ese horror psicológico concentrado en el cuerpo y mente de Sarah, el momento en que los cineastas deciden dar un paso más y materializar ese perturbador desequilibrio. Starry Eyes parece realizar en ese instante una proclama como pieza de género, pero lejos de mediar el fin como un argumento gratuito, Kolsch y Widmyer lo engarzan con habilidad en el relato, haciendo que el brutal periplo iniciado por Sarah no sea sino una extensión del universo retratado; es obvio, esa vorágine materializada proviene de una mente que ha enfermado, pero también de una mente cuyos objetivos continúan siendo claros, y el exceso de celo nos lleva a asistir a una escenificación impulsada por las motivaciones más mezquinas. Alex Essoe emerge en ese contexto como el perfecto reflejo de una situación asfixiante donde incluso se antoja inverosímil hablar de últimas consecuencias; la actriz de origen saudí no sólo dispone el talento, lleva además su interpretación hasta límites insospechables y realiza un tremendo ejercicio de fe y entrega que sin duda funciona como uno de los principales motores del film.
Una vez traspasado el umbral definitivo, y precisamente cuando la película parecía morir sobre el enorme esfuerzo de Essoe, los autores se atreven a ir todavía más lejos y refrendan uno de los temas que con mayor insinuación habían estado circundando la obra: es en ese momento, cuando la mutación que había sido trasladada al espacio y al maltrecho cuerpo de Sarah, termina quedando rubricada en una fascinante conclusión capaz de aludir al cine de Cronenberg, pero llevando lo que tenía de fantástico e intangible —por lo menos, en nuestra realidad tal y como la percibimos— la obra del canadiense a un ambiente mucho más terrenal y, por ende, perturbador. Es así como Starry Eyes se muestra capaz de ensamblar la retina del espectador a un inquietante impulso que, de tan enfermizo, deviene irrevocable atracción y se transforma en una malsana pesadilla imposible de abandonar.
Larga vida a la nueva carne.