Enfrentarse al cine de uno de los mayores ‹enfants terribles› que la cinematografía norteamericana haya dado en mucho tiempo sin haber visto ni un solo trabajo anterior suyo parecía todo un reto, más teniendo en cuenta que el cineasta que empezó como guionista de Larry Clark parece tener un universo propio y personal cuyo espacio se define únicamente viendo imágenes de films como Gummo. Añadamos a todo ello que los retratos sobre la adolescencia, que era hacia donde parecía apuntar esta Spring Breakers, han ocupado el largo y ancho de un panorama que, incluso en el cine independiente (rama donde encajaría perfectamente Korine), ha llevado a cineastas como Terry Zwigoff (Ghost World), Michael Cuesta (El fin de la inocencia), el mismo Larry Clark o Gregg Araki (The Doom Generation) a explorar un mundo que ha encontrado todo tipo de propuestas para definir algo que se puede percibir desde tan distintas ópticas, obteniendo de ese modo réplicas que nos llevan desde el agitador estilo de Clark, hasta la radicalidad formal de Araki.
Pero Korine no sólo llegaba con Spring Breakers para volver, tras trabajos tan polémicos como la ya citada Gummo o su penúltima obra, Trash Humpers, a una temática tan manida y conformarse con salpicar de nuevo algo que ya se podría tildar como un subgénero; Korine volvía para azuzarlo y demostrar que la expresión «dar una vuelta de tuerca» queda reducida a la nada por un cine que te deja clavado en la butaca, un cine ante el que saber cómo reaccionar una vez terminada su proyección ya sería un logro por parte de un espectador que se ve ensimismado por una propuesta tan libérrima y única que ni siquiera necesita ser subversiva o rompedora: le basta con acogerse a códigos visuales conocidos y explotados para describir un universo en el que la inclusión de actrices como Selena Gomez o Vanessa Hudgens no es precisamente casual. Ambas, que saltaron a la fama debido a su participación en diversos proyectos de la factoría Disney, son el elemento catalizador necesario para definir el viaje psicotrópico que propone Korine no sin antes concretar —en cierto modo, claro está, puesto que hablar acerca de límites o barreras en Spring Breakers no sería más que un error— el linde de un film que terminará alcanzando cotas inimaginables.
Para encontrar esa definición, nada mejor que una buena selección de imágenes de ‹rave› playera acompañadas por una banda sonora en la que predominará el house de Skrillex, e incluso la distorsión de esas imágenes anticipando la desaparición de una crónica adolescente que, en algún emplazamiento del camino, se transformará en un arrebatado viaje hacia las últimas consecuencias de un universo en el que los más débiles no tienen cabida, que tan pronto se muestra extremo y particularmente alucinógeno gracias, en especial, a un marco que no deja lugar a dudas: el trayecto es tan intenso como extenuante, o se acepta o se abandona. Esa misma condición sirve tanto para sus protagonistas, como para el propio público de una función que transgrede cuantas directrices se encuentren a su alrededor y coloca todo tipo de ¿anti?-heroínas pop (no sólo las protagonistas, también la aparición de varios temas de Britney Spears incluso adulterados para la ocasión —ese «Hit me baby one more time» es bastante esclarecedor—) ante una pantalla rebosante de color que genera disyuntivas en torno a ese icono que, en realidad, quizá tampoco se aleje tanto de una generación que pide a gritos un lugar donde encontrarse a uno mismo para así sentirse dentro de ese salvaje ecosistema que ellos mismos han construido.
La reiteración de ese discurso en forma de voz en off baila constantemente en la cabeza de nuestras cuatro heroínas que, tras toparse con un nuevo personaje que termina definiendo su viaje hacia una espiral incontrolada de auténticos tintes nihilistas e, incluso, patente gratuidad, continúan siendo presas de una palabrería que ni siquiera funciona como reflejo de sus propias inquietudes, pero no porque no las posean, sino porque el vacío de ese discurso choca frontalmente con lo que en realidad encontrarán al conocer a un mafioso de medio pelo llamado Alien. Este les ofrecerá sexo, violencia y todo tipo de drogas ensalzadas en un espejo de vacuidad por un James Franco que enardece el panorama alzándose como la pieza más bizarra dentro del tono de un film que, por si con lo visto hasta ese momento fuera poco, alcanza nuevas cotas con la jerigonza de un gánster que realiza una auténtica proclama acerca de lo material y termina disparando a las protagonistas contra una vía en la que ya no hay retroceso posible. Hasta ellas, intentando atenuar mediante llamadas telefónicas a sus padres las consecuencias de una decisión que se suma al exceso trazado por Korine, saben que ya no hay vuelta atrás, que una vez iniciado el camino, el fortuito golpe será inevitable.
La representación de ese espacio también cobra vital importancia en la función de Korine, y se ensambla a la perfección con una realización que, anclada a un formalismo que podría considerarse retoño de la post-modernidad por estar engarzado en lo que común y despectivamente se llama “estilo videoclipero”, sorprende con una disección en la que, si bien en el plano visual sigue una senda similar, huye de la enajenación de esos coléricos montajes exprés para servir la pausa necesaria a un trabajo que parecía hijo de su tiempo en todos los sentidos, pero nos empuja hacia un éxodo alucinógeno con el suficiente pulso como para que el conjunto no termine pareciendo una de esas gracias estiradas sin más. Ese éxodo adquiere tintes capitales con la aparición de un James Franco superlativo, que lleva a su personaje a unos niveles de insobornable barroquismo y consigue crear uno de esos discursos que, a la postre, fijan la creación de Korine, ya no por esas constantes antes mentadas (sexo, violencia, etc…), sino por la sublimación de un carácter, el de ese universo, que termina cobrando sentido en un film que ni siquiera lo requiere y sólo atiende a una proclama: déjense llevar.
Larga vida a la nueva carne.