Estrenada en la sección oficial a concurso del pasado Festival de Venecia, Spencer, la nueva película de Pablo Larraín, fue también la elegida para ser proyectada durante la sesión sorpresa de la 69.ª edición del Festival de San Sebastián. Un cierre perfecto para un festival que se había mantenido algo irregular en cuanto a la calidad de algunos de los títulos, especialmente en su sección oficial. El filme, que podríamos emparejar, entre los trabajos de Larraín, con Jackie (2016), gira (en varios momentos, literalmente) en torno a la figura de la Princesa Diana (Kristen Stewart) durante un fin de semana en fiestas navideñas a mediados de los noventa. La época de estar con la familia, disfrutar de los regalos o de la buena compañía es, para Lady Di, una auténtica tortura.
Un par de decisiones narrativas en Spencer transmite ciertas dudas respecto al tipo de película que, en el fondo, quiere realizar Larraín (aunque, quizá, aquí también debemos señalar a Steven Knight, el guionista). En primer lugar, la acentuación mediante primeros planos —filmados casi a escondidas, desde un punto de vista sutilmente fetichista— que nos acercan pavorosamente al dolor de la protagonista en momentos de sufrimiento extremo; en segundo lugar, un tercer acto que, al ser próximo a la ‹feeling good movie›, resulta un tanto chocante, puesto que es muy diferente al resto de la cinta. Las dos decisiones pueden parecer contradictorias entre ellas. ¿Se quiere explotar el malestar de la princesa en su día a día o se prefiere otorgarle un final liberador, completamente alejado de lo que realmente fue su vida? Pero, más que ideas contradictorias, podríamos decir que se opta por desviarse de una para concluir en la otra. Remarcando la agobiante cotidianidad de Diana para, finalmente, permitirse el lujo de reescribir su destino, sosteniendo ante los fans la cruda propuesta inicial sobre una cómoda almohada final un tanto endulzada.
En cualquier caso, los hipotéticos problemas que pueden llegar a despertar estas decisiones quedan sepultados por una interpretación de Kristen Stewart extraordinaria, una banda sonora a cargo de Jonny Greenwood excelsa y, lo más destacable, una puesta en escena de un cuidado estético espectacular, orgánicamente vinculado a la propia naturaleza del entorno que rodea a Lady Di: embriagador y, al mismo tiempo, perturbador. En la primera secuencia, todos los elementos escénicos son desplegados a través de una especie de desfile visual inscrito no solo en el movimiento de las propias figuras y cuerpos, sino también en el estilizado formalismo de Larraín, tan sujeto a la elegancia del contexto que en su desenvoltura percibimos una militarización a la par hipnótica como angustiosa.
La escena en la que la Princesa Diana conversa con su marido, el Príncipe Charles (Jack Farthing), en una sala con una mesa de billar en el centro, la disposición de los dos personajes en el espacio se determina teniendo en cuenta qué lugar ocupará la mesa de billar, situada justo entre ellos y, por lo tanto, estableciendo una distancia emocional y física que no sabemos si Diana pretende evitar o agrandar. La matemática distribución espacial de las bolas, organizadas fríamente en el billar, junto con el eco de los disparos del hijo de Diana, que en esos instantes está aprendiendo a cazar, simbolizan esa militarización organizativa de la familia real que el propio Larraín transmite a su puesta en escena. En última instancia, Diana tiene la oportunidad de lanzar una bola negra que perturbe el orden instituido, no obstante, decide dejarla caer en el suelo y abandonar la sala. Un gesto que puede entenderse como una rendición ante la represión emocional y el encapsulamiento físico al que se ve sometida Diana y que Kristen Stewart muestra perfectamente a través de la inconsistencia de su gestualidad, repleta de matices que refuerzan la idea de un entorno repulsivo y atractivo a partes iguales.
Cuando la cámara se acerca a la princesa, el uso del plano angular acentúa la fragilidad de un rostro que Stewart siempre mantiene dolorosamente impertérrito y, a la vez, inquebrantablemente bello. Sus movimientos cargan con un letargo apenado que es acompañado, con un encanto engañoso, por su despampanante vestimenta. Sin embargo, los gestos de Stewart también contienen la delicadeza meliflua y natural de una dama de la corte, la sensibilidad extrema de una finura exquisita y gentil que queda representada cuando viste ropas más cotidianas. Incluso en la versátil partitura de Greenwood encontramos desplazamientos sonoros que van del encandilamiento melódico a partir de una composición algo barroca, hasta la disonancia jazzística marcada por el llanto de una trompeta que transita libremente por distintos registros harmónicos.
Tanto los aspectos formales propuestos por Larraín, como la interpretación de Stewart o la música de Greenwood, parecen desarrollarse a partir de una dialéctica entre atracción y repulsión que, quizá, también quede determinada en la visualización del filme por parte del espectador, que siente un extraño hechizo que lo aproxima al terrible mundo en el que vive la Princesa Diana. Ahora bien, Pablo Larraín y Steven Knight no se arriesgan a que su discurso central sea malinterpretado y dejan clara una posición crítica contra la casa real. En este sentido, las redundancias narrativas de las que peca Spencer quizá son necesarias para no romantizar una realidad de la que Diana fue una víctima que, en la película, logra encontrar una vía de liberación, un atisbo de esperanza.