Allí donde la mirada se rasga
Sparta es un caso insólito y para nada desdeñable para pensar el origen del mal y las manifestaciones de la crueldad impune. Estamos hablando de una pieza de arriesgada ejecución que marca una necesaria frontera en base a lo políticamente correcto que mancilla nuestro tiempo. No es baladí que viéndola nos vengan a la cabeza nombres como Lars von Trier o Michael Haneke, conocidos por sus ansias de provocar a través de las imágenes, pero siempre desde una óptica que le otorgue margen interpretativo al espectador. Sparta comparte algunas características con La cinta blanca, pero si Haneke necesita retroceder unas cuantas décadas, Seidl se siente cómodo con la actualidad, con mirar a los ojos a un mal presente, desde la austeridad y la rigidez. Seidl se incrusta en una tradición marginal actual, a parte del cine de autor, en la que se ansía rasgar el consumo hegemónico para perseguir vías alternativas en pos de que el espectador reaccione. Sparta fascina, enfada, apena. Es un film duro y áspero, sin concesión alguna.
Como la reciente Mantícora, de Carlos Vermut, la cinta versa sobre los abusos sexuales a menores, tema siempre candente y que en la contemporaneidad se intenta erradicar o atenuar a través de múltiples condenas y medidas jurídicas. Aún así y por desgracia, estas no son óbice para que los perpetradores sigan actuando con total impunidad y de forma incontrolable. Sparta navega por ese terreno ocupando una posición ambigua, como escribiendo desde la lógica del eterno retorno y la irreversibilidad. Hay algo de irremediable en cómo nos acercamos a su protagonista amoral, pues se exhibe como alguien poco social y que precisa de ayuda psicológica. Su deseo sólo puede ser satisfecho de una forma.
No queda del todo claro si lo único que busca el cineasta es condenar. Seidl siempre consigue meter el dedo en la llaga en diversos asuntos que se dan como normativizados; si se rescata la trilogía Paraíso veremos que nos hace pensar plenamente sobre los cánones de belleza de las últimas décadas, mientras que Import/Export intenta vehicular el modo en el que nos obsesionamos con la pornografía.
Lo que puede irle en contra a Seidl en Sparta es que disponga imágenes allí donde el tan saturado ojo humano no necesita, pero el cineasta nunca es explícito. En un momento donde lo audiovisual es el canal de transmisión imperante, los cineastas juegan un papel esencial a la hora de mostrar o no mostrar, en el sentido de que ellos son quienes deciden si restringir o no que el espectador sea partícipe de algo. Sparta va más allá de su razón de ser para denunciar el orden simbólico paterno, desde la excitabilidad disfuncional hasta la persistencia de una tradición opresora y tiránica que sigue carcomiendo Europa. Tradición que puede ir desde un padre particular cruel y abusivo hasta un modelo político instaurado. Esta segunda idea establece una interesante ligazón con Rimini a través de la figura del anciano de la residencia, y al que únicamente le quedan las creencias nacionalsocialistas que un día le empujaron a alienarse. En Sparta la pedofilia también es un instrumento de dominación psicológica sobre la alteridad infantil, como lo fueron las falsas promesas del nazismo sobre la población alemana. Seidl siempre latente, punzante e incómodo. Sus dos últimos largometrajes son de lo más brillante de la temporada.