Ante un film que trata temas de la importancia y de la urgencia —sí, habiendo alcanzado casi el cuarto de este siglo XXI seguimos en esas, como se infiere de los casos que siguen saliendo a la luz, demostrando que todavía no hemos aprendido absolutamente nada— de Soy Nevenka siempre planea de alguna manera ese atisbo de duda, esas suspicacias, de si pese a estar ante unos hechos probados y juzgados, nos encontraremos ante un panfleto bienintencionado que, por ese mismo motivo, diluya las posibilidades de articular un discurso consecuente a la par que convincente. Algo que, como comentaba recientemente nuestro compañero Àlex en su reseña de Chica por un día, puede llegar a ser contraproducente en tanto se deslice una sensación de incredulidad, de mirada sesgada e interesada incapaz de realizar un retrato que otorgue matices y posea la capacidad por acometer algo más que un simple esbozo.
Con su nuevo largometraje Icíar Bollaín no solo consigue escapar a consideraciones que deberían ser fútiles ante un asunto como el abordado pero que, a fin de cuentas, condicionan cómo se percibirá dicha realidad y si logrará trasladarnos al núcleo de una situación límite, sino que además consigue que sus personajes huyan de cierta unidimensionalidad que habría restado no sólo autenticidad al conjunto, también sustraería complejidad a la descripción; puesto que más allá de lo emocional, nuestros intereses, puntos de vista o susceptibilidades pueden terminar chocando. En ese sentido, el film de la cineasta madrileña posee los suficientes alicientes como para que no todo esté condicionado por un prisma unívoco, y de los distintos personajes surjan reacciones que dan a entender que el problema también está en un foco social que, si bien se podía deducir del discurrir de los acontecimientos, es reproducido con certeza.
Soy Nevenka describe con ello un periplo tortuoso incidiendo en el aspecto psicológico del relato, con una primera escena que define a la perfección esa auténtica pesadilla que vivió en sus carnes Nevenka Fernández, y cuya diestra narración nos va imbuyendo poco a poco en un trayecto donde la degradación física y psicológica que sufrirá ofrece sólo una idea de lo que debió ser un descenso a los infiernos. A ello contribuye el notable desempeño de Mireia Oriol, que se aferra en un inicio a su rol con determinación y carácter, para más adelante transmitir esa fragilidad que derivará de una situación de acoso (en todas las facetas) insostenible y del todo insoportable. Frente a ella, encontramos en la mirada a priori receptiva y cercana de Urko Olazabal aquello que, con el gesto y los pequeños detalles se irá transformando en intimidación, para atisbar en última instancia un victimismo que el actor bilbaíno dibuja con firmeza.
Estamos, pues, ante una obra que aunque no arriesga formalmente y posee una estructura clásica, elabora un retrato duro, que recoge la asfixia que puede llegar a manar de una tesitura como la expuesta, y lo hace sin adornos ni sentimentalismo, sin artificios que puedan restar vigor y, por tanto, verdad al relato, logrando que Soy Nevenka trascienda, por momentos, a su condición de denuncia, mudando en un lienzo humano que no hace sino reforzar la propuesta. Puede que tras algún exceso en la escritura —y no por las situaciones que narra Bollaín, sino más bien por algún diálogo aislado— y en su academicismo —logra moldear el tono para describir con fuerza esa faceta psicológica en la que irá ahondando paulatinamente— se oculten ciertos defectos que, no obstante, no atenúan el poderío que posee el conjunto, cuyo diálogo continuaría desafortunadamente con el colofón de la historia de Nevenka, escenificando en su huida del país para buscar trabajo y la publicación de un libro exculpatorio por parte de Ismael Álvarez el reflejo de una sociedad en la que todavía quedan demasiados pasos por dar.
Larga vida a la nueva carne.