En el mayo francés de 2006, una brecha se abrió en el Espacio-Tiempo, una brecha que iniciaría una línea distópica (y ucrónica) para la historia (del cine). Aquel día, considerado por algunos ilusos como el día D, como el Apocalipsis en sí mismo, se llevaba a cabo en el Festival de Cannes la primera proyección de Southand Tales, la nueva película de Richard Kelly. El joven director, que había ganado terreno al olvido (gracias al boca-oreja, a Internet y al fenómeno que le colgó la etiqueta de “película de culto” a su ópera prima), venía de haber sufrido que la realidad política (concretamente, los sucesos del 11-S) mancillase su debut comercial en los cines. Su Donnie Darko (en lo que con cierta sorna podríamos considerar hoy como un presagio de su carrera) se hundió en la taquilla ante un panorama sociopolítico que necesitaba bocanadas de esperanza y héroes reales, en lugar de todo aquello que su film ofrecía: la llegada del fin del mundo, conejos gigantes que nos recuerdan la muerte inminente y adolescentes con problemas psiquiátricos que viajan en el tiempo (o no…).
Ese otro mayo francés, el del 2006, poco tuvo de contestatario y mucho de castrador y reaccionario. Pasamos de aquello de «La imaginación al poder» a sentirnos apabullados ante la ingente creatividad de una obra sin complejos, sin límites, que quizás debía entenderse desde su dualidad neurálgica. Southland Tales es al mismo tiempo una sátira desenfrenada y un drama apocalíptico; es un producto pop de ficción y un documento “realista” por su condición reveladora del futuro que llegaría; es una película y un cómic; es una obra totalmente inabarcable incluso tras una década de visionados.
Southland Tales, reescrita precisamente tras los sucesos del 11-S, es aún a día de hoy una película maldita… Maldita por lo que supuso para su creador (que tras este proyecto solo pudo levantar The Box en 2009), pero maldita también por cómo devuelve ante nuestra mirada el reflejo de una sociedad incapaz de adaptarse a lo desconocido, anclada en una serie de prejuicios y estereotipos apolillados, llena de complejos y con una capacidad nula para escuchar, ver, pensar y reconocer lo anormal como maravillosamente estimulante. Porque no, Richard Kelly no es un niñato con ínfulas creativas como podría serlo Gaspar Noé, ni un afiliado al “más grande todavía” como James Cameron. Tampoco es un realizador exclusivamente onírico, aunque ahí estén las influencias de Lynch… Kelly es un director que probó el transmedia antes siquiera de que existiese tal palabra, un artista coherente consigo mismo y con sus referencias culturales, comprometido con el mundo que le rodea y con ese mundo hiperreferencial lleno de pop, política, religión, música, literatura del que bebe y al que homenajea… Un autor que abruma, sí, pero que estimula en cada uno de los rincones de su obra.
En Southland Tales, más que en cualquier otra de sus obras, se percibe la necesidad de Kelly por conectar y conectarnos con todos los sucesos, casi como si se hubiese propuesto demostrar la teoría de los seis grados de separación, aplicándola a hechos y no a personas. Todos estamos conectados, todo está conectado, todos somos los otros y los otros somos nosotros. Incluso el tiempo, tradicionalmente visto en la sociedad occidental como una línea consumible que avanza irremediablemente hacia el futuro incierto, es en Kelly maleable, líquido, inestable. Imperfecto… y aun así apasionante.
Cuando en Southland Tales se nos revela que el personaje de Sarah Michelle Gellar (una actriz porno con ínfulas políticas) escribe un guion llamado The Power que resulta predecir el futuro, una no puede dejar de sentir que ese guion (maldito) es el que escribió Kelly para esta película (maldita). En su trama, Kelly hace inferencias del espionaje a ciudadanos por parte de la empresa US-Ident (¡hola, NSA!); se mofa de la delgada línea que separa el ‹show›, el ‹business› y la política (¡hola, Trump!); se preocupa por dos temas cada vez más de actualidad: la búsqueda de energías alternativas y la política de blindaje de fronteras; y reflexiona sobre cómo al pueblo se le utiliza (esos soldados usados como conejillos de indias para experimentos gubernamentales) y se le duerme (esos programas insulsos con feminismos de pandereta). No se trata de considerar a Kelly como un enviado del futuro, ni como un salvador que llega para avisarnos de a dónde nos llevarán los malos caminos tomados. Se trata de entender que, en su aparente locura desatada y descontrolada, en su supuesta falta de orden y de autocontrol, Kelly es de los que escucha, ve, piensa y reconoce lo anormal como maravillosamente estimulante.
Escrito por Mónica Jordan
@MonicaJordanP
(Transit)
Buena reseña de una película para muchos incomprendida. Me encantaría tenerla en Blu Ray, sabes de alguna edición que al menos tenga audio-subtitulos en español aunque sea latino?