En crisis. Parece una necesidad utilizar esa palabra para hablar de cualquier película griega con la que nos cruzamos, pero estamos imbuidos en una crisis continua ya sea física o existencial, y los directores helenos saben respaldar con imágenes esa sensación de pérdida. La cabeza explota y todo sale en presión invisible. Ya no importa tanto el momento exacto en el que se sitúe la historia, no es necesario que la réplica social venga perjudicada por la ausencia de dinero, la troica o la espalda europea. Todo ha ido mal, en general y siempre.
Son of Sofia tiene algo de cuento onírico y explícito, pero también carga de emoción y problemática comunitaria para aportar la acidez justa. Estar rodeados de peluches exageradamente grandes no asegura la felicidad ni lleva implícito el mostrar una imagen bella. Así, embarrada en esta suciedad kitsch oscurecida, se presenta Elina Psikou, que coge elementos conocidos para ella y los vuelve dóciles para recrear su propia fábula. Sigue apoyada en la estampa estática, pero no es el pilar fundamental, la fealdad es más propia de las actitudes y la incomodidad está presente en los ojos del oso más joven de esta familia.
En Park, de la directora Sofia Exarchou, nos encontrábamos rodeados de niños, un enfrentamiento cuerpo a cuerpo en los restos de la villa olímpica de Atenas, pasados diez años desde aquellos majestuosos juegos que volvían a sus inicios, y utilizaba este entorno para dibujar su propia Grecia, mirándola directamente a los ojos. En Son of Sofia nos encontramos con un niño descubriendo su nueva vida al tiempo que avanzan esos Juegos Olímpicos de 2004. Con un aspecto casi premonitorio, el cuerpo a cuerpo se practica encerrado en una vivienda enorme, entre extraños con lazos familiares cruzados.
Que estemos en pleno auge del país, en pleno escaparate al resto del mundo, no es una excusa para esconder que algo ya va mal en la trastienda. La pobreza existe pese a los paños dorados de las medallas, la migración no es abrazada por la población como sí se celebran esas medallas por deportistas foráneos y Misha acaba de llegar para descubrirlo. Como parábola, Psikou utiliza el nombre de la mascota de los juegos de Moscú de 1980 para su protagonista, un niño ruso de apenas 11 años que anhela estar con su madre de nuevo y seguir disfrutándola tal y como la recuerda, como lo hacía dos años antes de que ella partiera en busca de un futuro distinto.
La ilusión infantil se va rompiendo a pedazos: el pelo recogido de la madre, la comida extraña y el señor dueño de la casa. Un señor que parece una nueva versión del protagonista de The Eternal Return of Antonis Paraskevas, debut de Elina, reviviendo la idea de una antigua estrella de la televisión que se aferra levemente a ese pasado glorioso, ahora totalmente perdido en la memoria de la población. Así aprovecha para reconocer una dictadura pasada y todos aquellos que siguen anhelando «su» pasado mejor, e introduce la explicación de la fábula por su pasado de cuentacuentos, para chocar con la visión infantil, cada vez más distorsionada del joven.
Por último, y última es la palabra adecuada para referenciarla, está la madre Sofia, el puente quebrado en esta familia sorda y muda ante la barrera de idioma y generacional, la mentira acolchada que solo intenta agradar para que todo siga bien —ahí está esa escena en la que uno come pollo, otro sopa, y ella sopa y pollo a la vez mientras todos permanecen en silencio. Una escena que se expresa por sí sola—.
Son of Sofia no trata de comprender a unos por encima de otros, simplemente utiliza al niño como un personaje maleable, ya sea en su sentir o su físico, forzando la intrusión de las fábulas —por mimetización con animales o disfraces— y lo hace confirmando la dureza de la realidad y la necesaria huida de ella, un modo de recordar que es un niño intentando crecer y entender. La directora se apropia de un lenguaje propio de adultos para escenificar el ansia infantil, obvia el comportamiento típico de un niño, lo silencia hasta descontextualizar la realidad, convirtiéndola en algo dañino e incorrecto, que da pie a llevar a extremismos la historia y fomentar situaciones que elevan la incomodidad, que rozan la violencia. Aquí aparece la desértica alma de todos estos films, donde tras cada decorado, escondida en ese estudiado camuflaje, encontramos la desnudez de su núcleo. La película sabe retratar una sociedad ausente recluida en un contexto siempre al borde del abismo, y sin perder fuerza en ninguno de sus discursos nos muestra la verdad que el hijo de Sofia esconde, que se resume en una lágrima silenciosa, que corre por una mejilla que nadie va a enjugar.