Si las mixturas genéricas suelen poseer cierto grado de complejidad por la consecución de un equilibrio tonal adecuado, no se antoja muy distinta la conjunción de distintas temáticas desde las que proponer al espectador diversos matices a partir de los que alimentar la narración. Son, el tercer largometraje de Ivan Kavanagh, parece tener muy claro un objetivo que, por momentos, evidencia los desvíos que toma, pero sin embargo sabe emplear ese jugueteo genérico desde el que alejar el relato de una determinada unidimensionalidad; siendo cierto, pues, que el cineasta irlandés no esconde sus cartas, sabe al menos ir otorgando variaciones desde las que proponer una mezcla que parece bordear el sobrenatural mientras dota de un interesante barniz psicológico a una crónica que quizá funciona mejor desde su concepción como generadora de imágenes inquietantes que en sus eventuales incursiones en torno a una percepción más visceral; y es que Son se articula en ocasiones desde una puesta en escena que despliega estampas mediante las que concebir ese carácter que se aproxima a lo ritual y que, incluso desde una perspectiva distinta, podría incluso devenir un ejercicio alejado de todo lo expuesto por el autor de El canal; algo que, dicho sea de paso, no ocurre, evitando que el film devenga en cierto modo un batiburrillo lejos de esa esencia que le confiere su fluidez narrativa y expositiva, más allá de las variantes que le puedan otorgar a esa narración los distintos ingredientes que lo componen.
Es por ello que Son, sin necesidad de concebir un relato que se salga de una hoja de ruta más bien convencional, encuentra en ese proceso descriptivo y en las distintas bifurcaciones algunas de las cualidades para erigirse como una propuesta genérica de lo más interesante. No requiere, pues, el film de Kavanagh la construcción de atmósferas cargadas o barrocas, apuntando de ese modo a las estampas que genera como un puente hacia un horror un tanto turbador en ocasiones; y es que, lejos de esa propensión mostrada por un terror más gráfico en algún momento —posiblemente su mayor debe, al no requerir una representación que tienda hacia lo explícito debido al carácter de su relato, que en todo momento emerge desde vertientes bien diferentes—, Son acierta en esa composición que favorece, en especial, la construcción de un universo propio, quizá no demasiado distintivo por incurrir en tropos ya conocidos, pero cuanto menos definitorio.
Así, el irlandés aprovecha las desviaciones de una historia que en ningún momento oculta sus intenciones pese a construir, en su tercer acto, una de esas conclusiones que parecen buscar premeditadamente la sorpresa desde una construcción narrativa que huye de cualquier tipo de ambigüedad. Una decisión que, no obstante, no altera el devenir del film, quizá por ese citado desarrollo psicológico que la aleja en cierto modo del elemento fantástico construyendo una mirada que, si bien juega con las expectativas del espectador, nunca termina por desechar sus raíces fantásticas, explicitando a través de las imágenes una naturaleza que reafirma su carácter, resolviendo cualquier duda concebida durante una huida que quizá ya presagiaba la índole de su historia; y es que, lejos de la pulsión protectora de una madre aterrada por las circunstancias, se deslizaba en la cinta una cierta lectura mucho más profunda en ese germen escéptico que la alejaba de cualquier personaje. Son muestra así la pericia de un horror que, sin necesidad de cargar las tintas, y sabiendo conformar espacios desde los cuales transitar variantes de lo más sugestivas, termina afianzando además la mirada de su autor, que si bien en su debut no lograba cohesionar las piezas de un ejercicio que parecía aspirar a mucho más, quedando en un dubitativo intento, logra una propuesta mucho más decidida y, en esencia, concluyente.
Larga vida a la nueva carne.