Tras el inesperado éxito de su tercer largometraje La ola, Dennis Gansel recupera con Somos la noche un proyecto pasado (de título The Dawn) que estuvo en desarrollo hace más de una década y ahora da sus frutos en el film protagonizado por las actrices Karoline Herfurth y Nina Hoss, que ya formaban parte del elenco en 2001. En ella, Gansel se traslada al sugerente universo de las vampiras que en su día tocaron productoras como la Hammer o cineastas como Jean Rollin y Jesús Franco, y aunque actualmente pocos esperarían un film vampírico que destilase el erotismo de las producciones británicas ni fuese tan descocado como los trabajos rodados por Franco —para más Inri en la Alemania natal del director—, bien podría haber tomado el bávaro otros referentes no menos contemporáneos como El rojo en los labios de Harry Kümel o El ansia de Tony Scott.
Por desgracia, los tiempos cambian y la aceptación es lo primero. De ese modo, Gansel sitúa a sus criaturas de la noche en un mundo de luces de neón y sonidos industriales para imbuirlas en una supuesta y renovada modernidad que de poco sirve a la hora de la verdad, pues ni Somos la noche parece querer adecuarse a esos cánones con un mínimo de frescura, ni el tono de la obra contribuye a crear un universo lo suficientemente medido como para atender las necesidades de una cinta que parece situarse en tierra de nadie.
Todo ello sucede puesto que en Somos la noche el humor brilla por su ausencia y su timidez se erige como un lastre que la película no puede sostener con la suficiente fuerza como para no hundirse en el fango. Porque no nos engañemos, le hubiese venido mucho mejor un aire más descocado, una falta de complejos que en todo momento se antoja demasiado lejana. En lugar de ello, prefiere acogerse a un cine mucho más retraído cuyas únicas buenas noticias no llegan ni siquiera cuando las secuencias que más deberían lucir también se sienten cohibidas ante los cuatro trucos de efecto que decide proponer Gansel para camuflar unos defectos más que patentes.
No se puede decir, sin embargo, que el film adolezca de una mala factura o no ofrezca, en cierto modo, lo prometido. Tiene momentos definitorios que otorgan a ese universo construido para la ocasión la suficiente firmeza, no olvida momentos más festivos que eróticos (cuando quizá, y dada su naturaleza, debiera ser al revés) y, de vez en cuando, se sacude los males casi con modestia mediante secuencias de acción que tampoco le dan el envite necesario, como si en ella no tuviesen cabida cuando verdaderamente podría haber sido una de las mejores bazas manejadas por Gansel, más teniendo en cuenta que los medios ya no son los de antaño, y si lograr que una vampira pasee libremente por el techo o vuele como si la gravedad no existiese es tarea sencilla, no debería serlo mucho más construir buenas secuencias en torno a ello.
Lejos de todo eso, prefiere decantarse por un drama baladí cuya construcción parece girar en torno a las relaciones vampíricas de unas protagonistas que necesitarían una definición bastante más cuidada como para llegar a implicarnos en ese aspecto de la cinta; y es que ya no se trata de si todo se torna típico (la relación con el policía, temáticas no explotadas por querer virar hacia otros terrenos —la escasa referencia al vínculo entre Louise y sus compañeras—, etc.), más bien es cuestión de indefinición, porque más allá de los pobres bocetos que resultan ser cada uno de sus personajes, también está la indefinición de un ejercicio que no sabe si comportarse como un epidérmico drama, una propuesta más descocada cuyo desmelene no termina de surtir efecto o una cinta con ramalazos de acción que ni siquiera ofrecen el suficiente convencimiento.
En conclusión, al final uno ya no sabe si Gansel prefiere persistir en ese tono diluido o si, simplemente, debe tomárselo todo como un entretenimiento menor, mal que pocos aceptarían a juzgar por el comportamiento de un film del que al final no se esperan ni los inocentes chorretones de sangre de siempre.
Larga vida a la nueva carne.