La erosión de la violencia.
Desde su primera escena, Solo, premio a Mejor película canadiense en la pasada edición del Festival de Toronto, deja a la vista los cimientos sobre los que va a levantar sus imágenes durante los próximos cien minutos: el protagonista, Simon (Théodore Pellerin), realiza encima del escenario del local en el que trabaja su nuevo espectáculo ‹drag›; la fuerza intempestiva de sus movimientos, el sudor que se desliza por su piel como consecuencia de la energía y la pasión que activan cada uno de sus pasos, y la vitalidad que inunda tanto su rostro como el del público que le observa traspasa la pantalla para arrollar al espectador, gracias, en gran medida, a una cámara que se mantiene pegada a su cuerpo durante el desarrollo de la secuencia y a un montaje subordinado al ritmo de la música. La fisicidad es, al mismo tiempo, uno de los principales engranajes que mueven los mecanismos de la película y el elemento sobre el que la directora, Sophie Dupuis, configura la tensión de la misma. El nudo del conflicto está constituido, precisamente, por la brecha que abren en el pecho de Simon una ausencia, la de su madre (Anne-Marie Cadieux), una cantante de ópera de éxito internacional que debido a sus múltiples viajes lleva años sin verle, pero que ahora, pese a estar de paso por Quebec, ni siquiera saca una hora para comer con él; y una presencia dañina, la de Oliver (Félix Maritaud), un chico que acaba de entrar a trabajar en el mismo local que él y con el que inicia una relación tóxica.
El primer tercio de Solo es festivo: la sonrisa del protagonista ejerce tanto de imán como de núcleo de unas imágenes en las que las canciones pop, el baile y la fraternidad se entrelazan para componer una partitura en llamas en la que el deseo de vivir hasta desgastar el hueso mismo de la existencia, de surfear una ola de felicidad subido en una tabla de libertad imbuye al público en su dinámica torrencial. Es en el segundo acto, momento en el que Oliver entra en la vida de Simon y la sombra de su madre reaparece para señalar un silencio que no le provoca sino angustia, cuando esa vitalidad y esa libertad van mermando poco a poco hasta desaparecer por completo por culpa de unas relaciones tóxicas y desiguales que terminan desvelándose como verdaderas prisiones. Se produce entonces un desdoblamiento entre la mirada del personaje y la del espectador—que durante el primer tercio se habían convertido en la misma—, puesto que el segundo va advirtiendo con preocupación que Oliver es un maltratador de manual y que está anulando totalmente a un Simon que, enredado en una madeja de manipulaciones y abusos físicos y psicológicos, no consigue verlo tal y como es. El vacío destructor de su madre y la agresividad de su pareja terminan erosionando el resto de relaciones de Simon hasta romperlas por completo.
La violencia —ya sea en forma de ausencia, de silencio, de beso, de mentira—, estructural en un sistema que la maquilla para ocultar que es el germen que ensucia todas sus dinámicas, rompe las paredes del relato; se explicita para hundir al protagonista en un rectángulo de soledad y dolor que le consume y le destroza, por dentro y por fuera, que le esquina y solo le permite aliviar ese nudo de angustia que le oprime a través de un grito de socorro que casi nadie interpreta como tal. Esa violencia, metabolizada y escondida bajo las máscaras de cordialidad de la madre y el novio de Simon, lo devora todo: la relación con su hermana, el amor y la confianza con unos compañeros de trabajo que son, en realidad, su verdadera familia, sus espectáculos ‹drag›; todo, absolutamente todo, termina convertido en ceniza.
Pese a esto, la directora demuestra una gran habilidad para esquivar los meandros del melodrama chillón y tensa las imágenes desde, precisamente, la ausencia de gritos que subrayen las dinámicas de dominación y sumisión en las que se ve acorralado el personaje principal. Solo, además, tiene una raíz eminentemente política que, sin embargo, se conjuga a la perfección con un tono lúdico —el de la primera parte— que celebra el ‹drag› como un espacio seguro para ser y expresarse con completa y absoluta libertad. Sophie Dupuis compone con estos elementos una película intimista que proyecta en unas escenas de innegable fuerza estética el dolor de un personaje roto que, al final, consigue liberarse de las cadenas de violencia con las que le sometían.