Solo nos queda bailar (Levan Akin)

La tradición frente a la verdad; la masculinidad frente a sexualidad reprimida; y la danza georgiana como representación de un todo. Georgia no es ni mucho menos de modo casual el escenario central de esta Solo nos queda bailar, segundo largometraje tras las cámaras de Levan Akin, cineasta sueco que encuentra en sus raíces caucásicas el epicentro de un relato que no se centra únicamente en aquello que se asemeja obvio (la condición de Merab, el protagonista, ante un contexto, más que desfavorable, prácticamente intransitable), y del mismo modo indaga en la circunstancia de un país del que la huida se antoja un estado transitorio más que una realidad palpable (esos cigarrillos a los que Mary vuelve vez tras otra, y que escenifican de la mejor de las maneras una fuga inconcebible pero siempre presente).

No obstante, Akin, más que dirigirse con certeza sobre ese ambiente que tan fácil sería describir en clave social, otorgando a Solo nos queda bailar ese revestimiento tan característico de un cine al que el sueco no parece querer acercarse ni por asomo, lo hace sobre personajes cuyas dudas, inquietudes y orientación quedan expuestas en pantalla como un certero mosaico no sólo de la condición sexual que atesoran, también como fiel reflejo de una etapa vital donde todo esos sentimientos que acucian a cada uno de los personajes del film se antojan fundamentales para describir un periplo de búsqueda y posterior maduración sobre lo que será más adelante una perceptible identidad. El cineasta elude con acierto esa gravedad que podría marcar una propuesta en la que, si bien es cierto que esa meditada vuelta a los orígenes desliza un interesante discurso acerca de cómo las raíces y la tradición pueden llegar a dibujar un panorama incómodo a la par que soterrado sobre su propio carácter, aquello sustancial reside en el comportamiento humano; esto es, las distintas relaciones entabladas entre personajes que, al fin y al cabo, necesitan los unos de los otros para avanzar en un marco donde la propia condición surte esencialmente como reflejo; una condición que, desde esa perspectiva, Akin no emplea para reivindicar una posición, más bien como forma de percibir o asumir un crecimiento en el que va implícito el desarrollo de una sexualidad a través de la cual poder alcanzar una identidad necesaria en el proceso de maduración como personas. Así, si bien Solo nos queda bailar admite la naturaleza sexual de su protagonista como parte importante de un todo, no deja de serlo por cómo fragua una idiosincrasia desde la que mostrarse y lograr una libertad siempre coartada por conceptos que tienen más de aparente que de real.

Es por ello que el contexto escogido por Levan Akin resulta tan interesante: ya no por la expresividad corporal manejada a través de la danza, del mismo modo por la forma en cómo los roles se imponen y terminan delimitando una sociedad que parece aferrarse a la tradición con tal de preservar un ‹statu quo› mantenido largo tiempo, que no les puede ser arrebatado (por lo menos en ese terreno). Y es, precisamente, en ese ambiente, donde la decisión y toma de conciencia por parte de Merab termina teniendo un valor añadido, porque al fin y al cabo no estamos asistiendo a un acto de rebelación ‹per se› (como comentaba, para Akin ese despertar al que se aferra el protagonista es visualizado como un desarrollo desde el cual adquirir), sino a un gesto liberador con todo lo que ello conlleva: la traslación de ese costumbrismo a un marco desde el que conferirle una magnitud distinta, más allá de condiciones, credos y géneros.

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