La afinidad que la masa crítica suele tener con ciertos cineastas jóvenes que comienzan a destacar suele desembocar en una serie de lazos forzados que terminan por tener más de obsesión que de amor o admiración. Xavier Dolan es uno de esos avispados directores en ciernes que se gana el favor de la prensa con cada nuevo trabajo. Todos salen ganando: la natural búsqueda de reconocimiento del tierno director se ve cubierta hasta el punto de desbordar su ego con la mirada engatusada, entrañable y estrábica del prendado periodista; este último, en cambio, queda contento mientras proyecta sus sueños de juventud en esa figura que comienza a moverse enérgicamente ante sus ojos. Pero esta relación se torna peligrosa en el momento en el que la devoción se convierte en exigencia. Así, cual deportista a sus comienzos, un cineasta joven puede ser quemado si se le presiona demasiado en el primer equipo. A Dolan le piden mucho, y parece que, a pesar de dar sobradas muestras de genialidad, ha llegado un momento en el que el continuo querer ser el más innovador amenaza con quebrar su cauce natural.
Con Juste le fin du monde, Dolan vuelve a retratar las relaciones problemáticas entre madre e hijo. En esta ocasión, el cineasta canadiense recurre a una obra teatral de Jean-Luc Lagarce para narrarnos la historia de un joven que, tras doce años sin ver a su familia, vuelve a su hogar para anunciar su muerte. A partir de aquí una serie de tensiones entre el recién llegado y los habitantes de la casa le dejarán un regusto amargo que le llevará a ir postergando el anuncio de su futura muerte. Si lo que buscaba el recién llegado era hacer un esfuerzo y poder reconciliarse con su madre y sus hermanos, lo que se encontrará es con que su familia no ha cambiado en absoluto, manteniendo más vivas que nunca las hostilidades y esa neurosis familiar según la cual cualquier gesto o palabra es justificación suficiente para volverse contra todos.
Dolan, que ha venido mostrando su talento para el drama de familia, desarrolla estos conflictos a la par que juega con el espectador. Las discusiones interminables y aparentemente absurdas son seguidas de cerca por una cámara que se interesa solo por la figura humana, siguiendo en todo momento el rostro de los personajes sin apartarse de ellos. Es como consecuencia de esta persecución del rostro que el espectador será estrangulado gradualmente hasta desear ser liberado una vez se enciendan las luces de la sala tras el clímax final. Y es que el ritmo creciente de enemistades y enfrentamientos, que tan solo es disipado por ciertos momentos rodados a modo de videoclip en los que el protagonista se reencuentra con su infancia mediante el contacto con determinados objetos o lugares, es llevado de manera lúcida hasta una explosión emocional que da muestras del proceso de madurez que el director de Mommy está padeciendo. La selección de un reparto internacional, entre los que se cuentan Marion Cotillard y Vincent Cassel, es sintomático de la creciente fama de Dolan; pero la depuración de la desquiciada pedantería en los diálogos con la que inició su carrera, así como el mayor refinamiento en su análisis de las emociones humanas, son consecuencia de una mayor conciencia de finitud que le lleva a ir descendiendo poco a poco de las alturas hasta que en unos años termine por poner los pies en la tierra. Para aquel entonces quizá la experiencia continuada y la seriedad que vaya adquiriendo a la hora de afrontar su trabajo encumbren entre los más grandes a un director que de momento es más valorado y admirado por lo que puede llegar a ser que por lo que en realidad es. Un cineasta precoz con rasgos de genialidad y con un futuro envidiable pero que todavía está en proceso de continuo cambio, sin estar asentado aún sobre una base sólida.