Llegar a una película como Sólo Dios perdona con la mente en blanco, sin haber sido intoxicado o bien por los abucheos con que fue recibida en Cannes, o bien con la perplejidad que la recibió en Sitges, por no hablar de la patente división de opiniones que la ha rodeado en su periplo hasta la llegada a nuestros cines, era misión imposible. Y es que el fenómeno Drive, que recorrió tierra, mar y aire congregando a multitud de cinéfilos dispuestos a rendir pleitesía a uno de los tándems más particulares que ha dado el mundo del cine en los últimos años, ese formado por Nicolas Winding Refn y Ryan Gosling, prometía tener un montón de miradas pendientes de esta Sólo Dios perdona, y así ha resultado.
Lo que muy pocas de esas miradas desacostumbradas al cine de un Winding Refn —que va mucho más allá del (nada desdeñable) ejercicio estilístico ejecutado en Drive— sabían, es que en su nuevo largometraje el danés volvería por los fueros de un cine que, a lo largo de una nada acomodaticia carrera (de hecho, Sólo Dios perdona vendría a ser otro ejemplo muy claro de ello), ha sido capaz de erigir atmósferas de lo más fascinantes como ya sucediera en Valhalla Rising, construir personajes fríos pero extrañamente empáticos (a los que ese conductor de Drive debe lo suyo) y amoldar un sentido estético que ya asomaba en su primer largometraje, Pusher: Un paseo por el abismo, y ha logrado no sólo perfeccionar, sino congregar bajo las pautas de un cine que se entrega a las sensaciones por completo.
En ese sentido, Sólo Dios perdona posee uno de los arranques más fascinantes de los últimos años, donde los personajes parecen estar atrapados en ese pesadillesco marco que Winding Refn pone a disposición del film, y en la que el plano pasa de ser una herramienta asociativa a mutar con vida propia: en Sólo Dios perdona, el encuadre más que marcar una pura tendencia formal o acotar la imagen en pos de una percepción mutilada, parece encerrar al protagonista en ese paraje que se devanea entre lo ilusorio y onírico. Así, el pronunciado cromatismo nos traslada a un plano que parece tan alejado de la realidad como la propia figura de Gosling, que deviene aquí como algo cercano a un ente fantasmal.
Quizá la (parcial) omnipresencia de su figura contrarie, en parte, la afirmación anterior, pero tanto las formas del personaje como su interacción con otros carácteres (en especial, el de su madre) refuerza y otorga solidez a esa sensación que Winding Refn consigue trasladar al contexto en que se desarrolla la acción, amplificando así una atmósfera hipnótica donde el tono se transforma en una parte fractal de la esencia del film. Ese primer tercio supone, pues, toda una declaración de intenciones por parte del cineasta, que se funde en un portentoso mosaico donde imagen y sonido (mención aparte para esa increíble banda sonora de —otra vez más— Cliff Martinez) encuentran el equilibrio perfecto en un entresijo narrativo que ya empieza a desenvolver las posibilidades de la cinta.
Lo más meritorio tras un acto inicial simplemente apabullante, es el hecho de que el autor de Bronson consiga otorgar continuidad a su film saliendo de esos confines que parecían haber sellado un pacto con el celuloide. Así, el director nos traslada de un marco irreal a otro más tangible, más terrenal, y lo hace de un modo cuasi imperceptible: la amplia gama de colores que hasta entonces había poblado el universo de Sólo Dios perdona, da paso a un episodio en el que el artefacto parece dinamitarse y, no obstante, el conjunto se mantiene intacto. Winding Refn realiza su mayor apuesta hasta el momento, pero la homogeneidad que consigue otorgar a la propuesta en otros términos, como esos estímulos que suelen poblar su obra, es determinante.
Es en esos términos, donde uno no comprende el fuerte rechazo ocasionado por la propuesta de un autor cuyo cine siempre se ha movido entorno a pulsiones que encogen y expanden los límites de un universo que en este título parece comprender más lecturas que nunca. Entre ellas, tanto la de su perverso fondo, representado en parte por esa intransigente y déspota dama de hierro interpretada por una descomunal Kristin Scott Thomas, como la consecución de un cine que se nudre en referencias pero no por ello deja de poseer un fuerte carácter que, más allá de ese ya mencionado cromatismo que deviene en imprescindible aliado, encuentra en multitud de recovecos (desde esos pasajes oníricos entorno al personaje de Gosling, hasta esa viciada y, en cierto modo, malsana relación con su progenitora) la estabilidad necesaria para que tono aúne forma y fondo como pocas veces se ha visto en la última década.
Para afrontar un ejercicio como Sólo Dios perdona, sin embargo, hay que hacer a un lado precisamente palabras como esa y dejarse llevar en su totalidad por una experiencia puramente sensorial, que no busca ser comprendida ni, aunque muchos se lo achaquen como un defecto, obtener unas cotas de trascendencia que han dibujado vocablos como “vacuidad” o “hueco” en el camino de este cine imposible que el danés consigue construir escapando de cualquier preconcepción establecida para terminar dejando al espectador ensimismado y sumido en un caos que no puede ser descrito con palabras, aunque algunos osados lo intentemos hacer del mejor modo en que uno reconstruye ese fascinante y magnético puzle.
Larga vida a la nueva carne.