Gus Van Sant retrataba con acierto en Elephant un mundo de rutinas, de caminatas en bucle por pasillos eternos, no tanto por sus dimensiones sino por el espacio temporal que abarcaban. Un mundo de rutinas interminables que, en última instancia, tras su calma y sopor, ocultaban sombras, el huevo de la serpiente del odio, de la marginación. La masacre de Columbine venía a ser pues un retrato de un mundo perfecto en su estructura mecanizada, una suerte de cárcel social de barrotes invisibles rota en mil pedazos por dos outsiders, unos desesperados cuyas motivaciones van más allá de lo vendido por los media y que parecen buscar —erróneamente claro está— una salida en forma de aniquilación total.
Sollers Point de Matthew Poterfield conecta precisamente con Elephant en el imaginario de cárcel vital, del deambule sin sentido y sin expectativa, de la frustración y la violencia que genera. Sin embargo, el foco se pone precisamente en la figura del marginado, de aquel que, sin verbalizarlo, entiende la mecánica de lo que está viviendo y ve como todo esfuerzo por escapar conduce a un choque inevitable, a un círculo infinito que consiste en la itinerancia entre prisión física, prisión social, ausencia de vía de escape y (posiblemente) vuelta a la prisión.
Sin embargo no estamos ante un film de miseria artificiosa, de situaciones de cine independiente de postín, no. El film respira cotidianidad, calle, autenticidad. Es en el detalle del día a día de este (casi) lumpen de Baltimore donde poco a poco se construye el drama. Pequeños retazos que por separado no significan mucho pero que en su conjunto construyen un muro de imposible escalado. La incomunicación parental, la presión de ser “del barrio”, el amor casi más grande del padre del protagonista por su coche que por su hijo, la ausencia maternal, el abandono amoroso, suman de forma exponencial la potencia de la desesperación.
Frente a todo ello, y no precisamente de forma casual, Poterfield ofrece pequeños respiros de calidez y belleza, como islotes que permiten albergar esperanza pero que acaban siendo precisamente eso, momentos isolados frente a lo expuesto anteriormente. Y todo, como decíamos, sumergiendo al espectador en una visión tan cruda, y al mismo tiempo realista, de un Baltimore que entronca, sino directamente sí vía referencial, con The Wire, la obra maestra de lo que suponen las construcciones sociales como forma carcelaria de control.
Así pues Sollers Point ofrece un discurso claro, sólido, repleto de matices que no deja espacio para la degradación del mensaje en forma de ‹exploitation› de lo miserable. Un film que más que un descenso a los infiernos nos sitúa precisamente en él, mostrándonos que lo más desesperante no es caer sino la imposibilidad de recuperarse de la caída, de salir de ahí. Un film, por tanto, cuyo mensaje se presenta negro, seco y pesimista pero que se aborda, sin embargo, con la luminosidad no de la vana esperanza sino del que quiere resaltar una situación tan escondida como real, tan oculta como cotidiana.