Es imposible no dejarse llevar por la rescatada corriente fílmica que apuesta por los más pequeños para desarrollar una historia, y es que más allá de dotar a una película de la mirada infantil que tiene un niño ante la vida, hay directores que han arriesgado todo por dar forma a sus propias historias, y el resultado no pudo ser mejor. En pocos meses hemos recibido el debut de Carla Simón, que revive su infancia en Estiu 1993, corriendo el riesgo de entregársela a extraños para que la interpreten, mirando un poco más lejos, dejando que dos niñas hagan suyos sus recuerdos del pasado. El resultado es palpable, y más de una persona ha quedado rota ante su franqueza. Hace unos días se estrenó The Florida Project de Sean Baker, y puedo reconocer que desde entonces en esta web nos comunicamos a base de «Mooneeeeeeeee! Scottyyyyyyyyy!» sin evitar algún suspiro después de gritarlo, al recordar que la naturalidad de Brooklynn Prince nos hizo sonreír hasta el punto en que todo cambia, y acabamos llorando como niños en su tremebundo final.
Estas pequeñas son solo un ejemplo de la importancia de coger una cámara, dar unas pocas directrices y que alguien deje una parte de sí ante la pantalla, ante la confianza ciega de quien soporta la cámara, capaz de ceder terreno al aquí, al ahora que dan estos diminutos actores, esos a los que ni siquiera les puedes premiar, que probablemente nunca repitan la experiencia, pero que a los adultos nos conectan con unos recuerdos de neonatos vagando por la vida que ya teníamos olvidados. Sensaciones. Y así llegamos a la tercera entrega que, no una, son dos las niñas, las que nos inspiran esa confianza que nos sumergen en la vulnerabilidad. Clara Laperrousaz y su hermana Laura Laperrousaz también debutan, recurren a la familia y aprovechan el lenguaje más sencillo para acercarnos a Soleil battant. Ellas son las directoras, Emma y Zoe las que nos sorprenderán en este idilio que mantenemos con aquellos que todavía no están preparados para madurar y tienen un dominio de las emociones que ojalá pudiésemos recuperar para tratar con los magnánimos problemas del adulto medio.
El duelo es el mismo, la mirada, una verdadera odisea que se pierde en la comprensión. Una familia bella: dos padres jóvenes y dos hijas, gemelas y pelirrojas, todo naturalidad, diminutas y despiertas. Una casa de campo en algún lugar de Portugal con lagos cercanos. El recuerdo. Olvidar.
Soleil battant nos habla desde dentro de cada uno de sus personajes, es una película de gestos, frases cortas y excesiva luz. En el cine la tragedia es una constante en la que enfangar retratos familiares, el punto de inflexión que hace resurgir de sus cenizas a unos pocos, hundiendo a otros en una miseria infinita. Para las hermanas Laperrousaz lo importante es hacer respirar la tragedia, dedicarle el espacio de un libro abierto junto a una ventana, donde una página vuela de un lado a otro, sin decidir si pasar a la siguiente o no. En esa tesitura pone a Ana Girardot y Clément Roussier, dos padres que intentan tapar un recuerdo con nuevos eventos, un acto imposible de llevar con integridad. Como contrapunto están sus dos hijas, niñas ansiosas por conocer, y que desde su ignorancia —de la que poco a poco se desperezan—, conciben el dolor de los adultos a su modo, uno que contrasta totalmente con el sufrimiento, inexistente para ellas, y que desvela por tanto una película que va más allá del mero optimismo, encontrándonos de nuevo con la franqueza del infante.
Para ello transportan a la familia lejos de su hogar, y convierten unas idílicas vacaciones en un paraje rodeado de naturaleza y belleza en soledad por momentos, en terreno fértil después. Sin duda saben aprovechar esa casa de verano para trazar los dos discursos, el de adultos y el de niñas, donde Ana Girardot brilla en sus silencios (se intentan aprovechar sus dos papeles, el de madre y el de mujer, ambos se mezclan y separan en imágenes que parecen instantáneas, donde realmente se nota la mano de mujeres tras la cámara y el guion) y donde las niñas despliegan las alas, hacen cosas de niñas a la vez que crean todo un escenario transparente y potente a partir de lo que una nueva palabra puede significar en la boca de una niña de corta edad.
Así, ver a las pequeñas preparar su mochila para una gran aventura, o sacar a la madre de su refugio para, por una noche, ser ella quien ría y baile entre desconocidos, son todo huidas hacia adelante, todas dirigidas a esa naturalidad por la que abogan las directoras y que les permite marcar su propia seña de identidad, siempre cercanas al día, a la reflexión espontánea y a la luminosidad de cada carácter.
Parecen muchas las similitudes entre Estiu 1993 y Soleil battant, pero aunque con historias paralelas son capaces de removernos algo en nuestro interior, son en realidad dos mundos distintos, complementarios quizá, donde mamá nos enamora, donde las niñas nos enternecen, donde la vitalidad de los que quedan es suficiente para buscar más, y recordar que el uso de niños en el cine no siempre es sinónimo de trampa lacrimógena o monería contagiosa, a veces su forma de discurrir es el trabajo más real con el que nos podemos topar.