Más afianzado en su faceta como guionista, en la que ha colaborado habitualmente con el también cineasta bávaro Lars Jenssen, Ingo Haeb realiza su debut en solitario con Sonhemänner (pues su anterior largometraje, Neandertal, lo dirigió en 2006 junto a Jan-Christoph Glaser), una especie de drama familiar bastante pormenorizado que escapa en cierto modo de los achaques típicos de una temática ante la cual Haeb hace gala de una contención que sabe trasladar con perspicacia a prácticamente todas las situaciones y diálogos que propone entre unos personajes que destacan por su definición.
Los primeros minutos de Sonhemänner son, de hecho, ejemplares en esa empresa. Un contraplano del protagonista en moto abre el film, mientras él avanza hacía la residencia donde está su madre, a la que, con sorpresa, no encontrará al llegar. Tras una serie de pesquisas, descubrirá que es su hijo quien se la ha llevado, de modo que decidirá realizarle una visita. A partir de ese momento, Haeb suministra la información de esa relación padre-hijo con inteligencia, y vamos conociendo detalles de la misma sin necesidad de una interacción entre ambos personajes.
Su mala relación queda patente con simples diálogos que nos indican el grado de relación entre Edgar y su hijo (como ese comentario que hace el novio de Uwe acerca de su relación homosexual con él y la posibilidad de que Edgar no conociera que es gay), e incluso con someros gestos que indican que algo no anda bien entre ambos. El motor de este nuevo encontronazo sostenido con tesón por Haeb: el hecho de que Edgar decidiese ingresar a su madre en una residencia y Uwe no aprobase esa decisión. A partir de ahí, la pugna se hará patente más bien debido al comportamiento entre ambos, sin dirigirse apenas la palabra, que a la más que presumible discusión acerca del asunto que les ha vuelto a reunir.
Poco parece importar, pues, la madre/abuela en esta ecuación donde la cuestión no recae en donde debe residir o estará más cómoda, sino más bien en el pulso que deciden echar Uwe y Edgar para así alimentar viejas rencillas que ni siquiera parecen estar dispuestos a querer resolver. De hecho, cuando Uwe decide echar de su casa a su padre, éste volverá junto a una especie de amante y su hijo (bueno, realmente no queda del todo claro el vínculo del pequeño con ambos, pues ni se clarifica quien es su padre, además de que ella le recuerda en alguna ocasión que no use el apelativo de mamá para nombrarla) simplemente por el mero hecho de no perder una “batalla” a la que no está dispuesto a renunciar así como así.
El magnífico panorama visual que nos dejan los paisajes bávaros parece reforzar en ocasiones esa situación de aislamiento que viven padre e hijo (de hecho, incluso en ocasiones Uwe habla con su pareja en otro idioma —un dialecto, supuestamente— para evitar el entendimiento de Edgar), e incluso cuando avanzado el film ambos deciden reunirse para intentar dejar atrás rencillas enquistadas (el propio Uwe menta su infancia en algún momento de la cinta), los planos abiertos con los que nos los muestra Haeb parecen potenciar esa sensación.
Quizá el mayor pero de Sohnemänner es el hecho de no poseer un tono (más formal que de fondo) estrictamente definido, y también la extraña sensación de encontrarnos ante un empleo bastante trivial de los espacios donde Haeb decide situar a sus personajes. Así, los espacios no parecen condicionados por la situación o el momento, y se crea una sensación de extrañeza e incluso incertidumbre ante ese factor. Tampoco ayuda la inclusión de personajes como el niño, cuya aportación es más bien trivial (más allá de esa cuestión acerca del parentesco con Edgar y su novia) y no resulta tan estabilizante como si lo hace el de ella, quien actúa en ocasiones como bálsamo o catalizador ante la situación que se presenta.
Pese a todo ello, Haeb sabe trasladar secuencias delicadas con un gran pulso a la pantalla, sin necesidad de diálogos o una mayor exteriorización del lenguaje cinematográfico enfatizando con la banda sonora o empleando planos más cortos. Sólo es necesario observar el temple con instantes como el de la última visita al hospital o la secuencia que da cierre a Sohnemänner, para darse cuenta que estamos ante un cineasta que, con sus defectos, también sabe realizar un buen manejo de las herramientas que posee.
Al final, queda un extraño poso por lo desigual que resulta una propuesta como Sohnemänner, pero sin embargo también la inevitable raigambre con unos personajes que siempre parecen mostrarse de un modo natural y cercano, incluso desde esa perplejidad que en ocasiones compone entorno al ser humano una imagen de inestabilidad que resulta difícil sacudirse de encima. Haeb lo logra, y con una conclusión tan humana como cabría esperar, de esas que le dejan a uno inquieto ante la espiral de contradicciones que puede ser el hombre.
Larga vida a la nueva carne.