Parece admitir poca discusión que nos encontramos en una era donde la inmediatez lo es todo, marcada por nuestro día a día, por la velocidad cada vez mayor a la que se suceden las imágenes y por el impacto de unas redes sociales que queman etapas en cuestión de horas —véase el ‹affaire› Musk con Twitter—; resulta, no obstante, paradójico, que en ese marco y en el ámbito cinematográfico, tanto la propia imagen como lo discursivo estén cobrando nuevas dimensiones, donde en ocasiones matizar ciertas temáticas se antoja más complejo de lo (a priori) asumible. En ese sentido, Soft & Quiet, debut de Beth de Araújo en la dirección, huye de cualquier atisbo de ambigüedad o doble sentido: aquello que la cineasta dibuja en su primer largometraje desde un buen principio, es principalmente lo que hay; y si bien el film arranca con una escena que tomará forma en la contextualización posterior, así como encuentra en determinada simbología —y ya no hablo de lo más evidente, como esa insignia realizada en mitad de una tarta— el modo de configurar ese particular contexto, lo cierto es que huye de la apariencia especulativa que se ha instaurado en el género, donde el trasfondo engulle en más de una ocasión dispositivos que no se antojan más que un mero pretexto desde el que dar forma a ciertas bifurcaciones argumentales.
Soft & Quiet no tiene reparos en exponerse, así, como una pieza que hace de la obviedad una empuñadura, y que apunta con firmeza y decisión a sus objetivos, precisando de ese modo un aparato formal que habla tanto sobre las intenciones de la cineasta como sobre el estado de un género cuya decadencia se refleja, involuntariamente, en este tipo de determinaciones. Porque, aunque Soft & Quiet haga de su, en parte, cine de guerrilla un eficaz mecanismo en el que se palpan la aspereza y crudeza de una situación tan burda, e incluso patética en ese retrato que va más allá de ideologías, y termina retozando en la bajeza, en lo inhumano de tal exposición, no deja de ser pertinente cuestionarse si esas formas son algo más que un estilete formal, y se postulan como respuesta ante las derivas de un horror cada vez más lejano a la suciedad de antaño, cuya pátina de reflexión, hasta de octavilla intelectualoide si se quiere, ha terminado por difuminar su verdadera razón de ser, mitigando aquello que en realidad le confiere sentido, y que se encuentra (y nunca mejor dicho) en sus entrañas, donde el mejor pretexto no es otro que aterrar al espectador, ya sea apelando al sobrenatural o, como el caso que nos ocupa, interponiendo una realidad que, de tan zafia, sólo podría ser cierta. Algo que, dicho sea de paso, descubriremos si algún día llega una nueva tentativa por parte de Beth de Araújo.
Soft & Quiet nos emplaza en una reunión donde no faltan roles, y es en esa serie de relaciones que va trazando donde adquiere un significado muy específico, señalando la distancia sostenida en un espacio de pensamiento semejante, y evidenciando cómo los mecanismos latentes en el sustrato social dotan de vigencia al clasismo más recalcitrante incluso ante marcos donde se sucede una conexión en el credo ideológico; una reflexión incuestionable, simple si se quiere, que en ocasiones se traslada a un segundo plano, pero que sin embargo posee una vigencia e importancia mucho más valiosa de lo que pudiera parecer. Guiado, así, el grupo por un personaje cuya ansia de protagonismo y carácter manipulador no se detienen ante nada, la cineasta va dibujando una serie de arquetipos que adquieren matices con el avance del relato y precisamente sostienen cómo la ignorancia y el desconocimiento pueden ser aún más peligrosos frente a perspectivas erróneas. Una circunstancia que Beth de Araújo aprovecha para desplegar una violencia más desmedida, si cabe, amparada precisamente en la torpeza precedida por una incomprensión patente: lo verbal se traslada, como era de esperar, a un plano físico donde ya no hay contemplaciones si de lo que se trata es de resguardarse uno mismo y, en especial, de aparentar una fortaleza que destaque ante el resto de la manada.
Como decía, sin embargo, el dispositivo desde el que implementar tal vorágine trufado de inconsciencia, resulta de lo más sencillo, haciendo que la cámara en mano destile una sequedad que se palpa hasta en los pequeños rifirrafes dentro del grupo, y que se entremezcla con habilidad a través de un adecuado empleo del sonido, incluso cuando la cineasta juega a suspender esa realidad con ello, o a omitir partes de un discurso sostenido fuera de sí ante el que no hay límites o medias tintas —basta con rememorar, de nuevo, esa secuencia de apertura—. Soft & Quiet se articula desde esa perspectiva como un film que no otorga descanso, que a raíz su primera tentativa se revela como un torbellino donde la insensatez no sólo precede cualquier acción, también la acompaña como si el fin no fuese otra cosa que la justificación de los medios. Una inmersión a pleno pulmón a la que de Araújo sólo otorga un extraño (y esperado) sosiego en un necesario plano de cierre que no deja de ser un mecanismo, aunque desasosegante, estabilizador. Puede que, en efecto, con Soft & Quiet nos encontremos ante un film obvio, estridente y rezumante de un manifiesto patetismo, pero tanto que al fin y al cabo no se puede sino asumir como algo tangible, derivando en un mosaico donde el absurdo no se concreta en aquello que mayormente lo define, la sinrazón, sino en una concatenación de motivos tan pueriles que sólo podrían ser reales, y ello sea quizá lo más terrorífico de todo.
Larga vida a la nueva carne.
Con un final inesperado, como toda respuesta un acto de venganza que no fue perpetuado ni tomado en cuenta por el escritor o en su defecto por el director, se me hizo un film con tintes racistas, enmarcado en el odio hacia los latinos y orientales