«Creo más bien que Sylvia es feliz, aunque no conmigo necesariamente. En nuestro círculo eso carece de importancia. Siempre hay algo que hacer si uno no está obligado a trabajar o a considerar el costo. No es una verdadera diversión, pero los ricos no lo saben. Nunca han tenido otra. Nunca desean algo con todas sus ganas, excepto tal vez una esposa ajena, y ése es un deseo muy pálido comparado con la forma en que la mujer del fontanero ansía comprar cortinas nuevas para su salón.»
Raymond Chandler (El largo adiós)
Podríamos coincidir con algunas de las opiniones negativas que se han vertido a lo largo del tiempo sobre el trabajo creativo de Sofia Coppola. Es cierto que sus imágenes pueden resultar en ocasiones bastante obvias, sencillas metáforas de baja exigencia cognitiva, adecuadas para contentar la imaginación visual del espectador medio (?). Igualmente lo es, de nuevo no lo negaremos, que su obra está vinculada, al igual que su vida personal, a un entorno muy concreto y, digámoslo ya, privilegiado. Su relación familiar con uno de los clanes más famosos de la industria hollywoodiense ha marcado, no solo su capacidad para acceder a un rango profesional quizás inaccesible para otras aspirantes a cineastas menos afortunadas en lo material, sino su manera de observar el mundo que le rodea y su estilo de plasmarlo en una pantalla.
Abonado el fielato que se debe asumir a la hora de acceder a escribir sobre Miss Coppola, quizá lo primero que deberíamos hacer es cuestionar dicho pago o, por ser más concretos, contemplarlo desde otra perspectiva, dotarlo de cierta profundidad, ir más allá de lo obvio. Es cierto, repitámoslo para que no queden dudas, que nuestra protagonista es una aristócrata en la corte del audiovisual, una autora surgida de un ámbito muy concreto y exclusivo, pero sin duda también es alguien muy consciente de serlo. Nadie nunca ha confundido o confundirá a Sofia con una artista proletaria, no, pero igualmente ese mismo nadie quizá pueda afirmar que nuestra analizada es una creadora que ha asumido su contexto y que lo observa de forma crítica. Es posible que el sol del socialismo brille con más fuerza sobre cineastas, igualmente acunados en el seno de la aristocracia, que captan en su objetivo las duras condiciones vitales del proletariado bangladesí o la odisea a la hora de ir a su escuela de una niña de Burundi, pero permítanme dudar de su compromiso si éste solo se establece durante el mes que dura un rodaje y otorguémosle, al menos de forma provisional, a nuestra querida Sofia el reconocimiento a la honestidad.
Apuntábamos en el párrafo anterior que Coppola rueda lo que conoce y que lo hace de forma crítica. Esto es así al menos en el ‹corpus› principal de su obra, un segmento del que se puede extraer una tesis temática y visual muy obvia y del que forman parte Lost in Translation, Maria Antonieta, Somewhere y The Bling Ring. Dicha tesis podría titularse La vacuidad del estatus, un estudio sobre la felicidad como quimera ya que, en efecto, todo este tramo de su cine profundiza sobre cómo la brillantez de lo material puede hipnotizar(nos) con sus matices para después anestesiar nuestra capacidad de sentir al alejarnos de cualquier contacto humano real. Así, la textura vaporosa de sus imágenes podría ser ser un mero recurso estético sin más fundamento que la representación de una belleza efímera, caduca, pero de igual modo podría ser la puesta en escena, la plasmación física de la autoindulgencia de sus protagonistas, de su falta de definición vital, de su andar borroso por el mundo. Los largos planos fijos que definen su obra podrían ser apéndices descontextualizados de un conjunto coherente, añadidos con la única intención de mostrar un estilo concreto, pero igualmente serían la traducción a la física cinematográfica del estatismo de sus protagonistas, seres inmóviles atrapados en la misma telaraña que ellos han construido sobre sí mismos de forma inadvertida.
Somewhere sería, a mi juicio, el ejemplo perfecto de todos estos rasgos éticos y estéticos en la manera de entender y plasmar el cine que tiene nuestra analizada. Ya desde su primer plano, retrato fijo de un Ferrari 360 Modena al que vemos dar vueltas en uno de esos absurdos circuitos ovales situados en pleno desierto que tanto gustan a los estadounidenses, la tesis es evidente: la propia física del circuito oval nos refiere a la circularidad en la vida del conductor del coche y protagonista del film, Johnny Marco (Stephen Dorff), una estrella del cine y a la vez un moderno Sísifo atrapado en el círculo vicioso de la fama y la riqueza, la elección del desierto como marco geográfico nos habla del vacío existencial al que deberá enfrentarse a lo largo del film. La utilización del plano fijo mantenido en el tiempo podría ser, como decíamos antes, un mero recurso estético de la diletante Sofia, una patricia consentida sin mucho que contar y con demasiado que gastar, cierto, pero también sería un refuerzo visual para hacernos ver la severidad de la condena autoimpuesta de dicho protagonista, la imposibilidad de huir de la trampa de la vida fácil. La metáfora visual puede resultar evidente pero reconozcamos al menos que está dotada de sentido.
Esta intención, manifiesta desde su inicio en las imágenes de Somewhere, queda reforzada por todos los aportes posteriores que Coppola va introduciendo para describirnos la estasis vital que define a Johnny Marco: la elección del mítico y decadente Chateau Marmont como lugar de residencia o la asepsia de diseño que es su vida sexual, protagonizada por dos ‹pole-dancers› rubias gemelas de cuerpos customizados y sonrisa congelada o por ‹starlettes› hollywoodienses de las que ni siquiera puede recordar su nombre. Esta concatenación de elementos descriptivos de la vida de Johnny queda sublimada en el plano en el que acude al maquillador o diseñador de efectos especiales de una de sus películas para asemejar su rostro al de una persona anciana: tras ser cubierto de escayola, observamos (de nuevo en plano fijo) el rostro de nuestro protagonista ahora invadido por esa masa informe que parece derretir sus rasgos originales y convertirle en un ser monstruoso, en la representación física de la impersonalidad y el estatismo. Imposible no recordar, al pensar en este uso de la escayola (Johnny tiene también su brazo enyesado, por cierto), en el que hacía Carlos Saura del mismo elemento en La prima Angélica para representar a un falangista enyesado y condenado a mantener ‹in aeternum› la trasnochada pose del saludo fascista.
La única posibilidad de huida para Johnny vendrá dada por el contacto con la belleza y la inocente forma de enfrentarse al mundo de su hija Cleo, adorablemente encarnada por una adolescente Elle Fanning. ¿La ruta de escape al tedio está determinada por la entrega al amor puro? Esa parece ser la tesis de nuestra directora favorita tras permitir al renacido actor dejar atrás su Ferrari en el plano que cierra la película y que confronta directamente con el que lo abría. Sísifo puede al fin abandonar su dorado castigo, su jaula de oro, y Coppola lo recoge en un extático uso de la cámara en mano, exactamente lo opuesto en estilo al estatismo de la apertura. De nuevo ética y plástica crean un conjunto evidente en su sencillez pero también dotado de sentido: Sofia cree en el amor y nosotros también lo hacemos.