Todo empieza con la presunta muerte de un hijo o, mejor dicho, con la negación a una madre. La negación de algo más que una vida, de un sentimiento valioso e incomparable que deviene en resentimiento. Por quienes arrebataron ese momento único en la propia existencia y despedazaron la posibilidad de vivir algo más que una experiencia, algo más que una etapa. Convirtiendo así a Vera, su protagonista, en un ser desplazado por el dolor, perdido entre archivos, condenado a vagar sin rumbo fijo, y su historia, en una historia de violencia. Y encontrando a cada paso una motivación, un pequeño resquicio desde el que no desfallecer, no rendirse ante nada ni nadie, y sacar fuerzas de flaqueza ante una búsqueda incansable, moldeada por cada detalle que propone su avance, que la convence.
Todo empieza con una exposición vertical, directa, donde el relato vertebra cada punto, cada quiebre de una voz en off expresiva, ante todo concisa y feroz, pero la circunstancia nos lleva más allá del drama, del (sin)vivir de un personaje que encuentra nuevas vías desde las que apagar ese dolor, mitigar las heridas del tiempo y acercarse, de nuevo, a su hijo ausente. Un punto idóneo desde el que desdoblar esa crónica, apuntar hacia una veta criminal enarbolando el thriller, y subvertir sus constantes, o directamente aplacarlas y condensar su furia en palabras, en sencillas estampas que nos acercan al ‹neo-noir›, pero que renuncian a cada ingrediente, sugiriéndolos pero no exponiéndolos, descubriendo matices en la imagen y en sus aptitudes fascinantes, así como en el obsesivo reflejo que conforman.
Todo empieza con una narrativa tensa, afilada por la pulsión propositiva de cada pequeño mosaico compuesto con trazo, y guiado por una capacidad de sugerencia viva, intensa, que dibuja y establece vasos comunicantes con un relato visceral pero concienzudo, que encuentra en cada cuadro un incentivo, una forma de dilucidar las claves de esa vibrante narración que solo deja un hueco para la intimidad y el reposo en el reencuentro, en la compañía de una historia que parece inverosímil, pero que advierte un resquicio de humanidad mundano, casi extraño ante la vorágine de apuntes, de notas a pie de página con tal de dilucidar la verdad y, en el camino, ajusticiar a quienes construyeron y alimentaron la mentira.
Todo empieza con un progresivo y distorsionado dispositivo donde el género no percute como tal. Lo hacen las imágenes, bastión inconmensurable de un relato que condensa en cada plano un significado distintivo, y que encuentra más allá de la persistente voz de Vera el modo de expresar cada circunstancia, de intensificar la historia con meras acotaciones visuales que hallan su sentido intrínseco en el valor que se le confiere al encuadre, al contenido como fuente expresiva en su plenitud, sin apelar a imaginarios ajenos pero hallando sincronías y correspondencias sin perder un ápice de su valía, de su fuerza. E incluso redirigiendo el relato a través de recursos —ese ojo de buey— que lo redimensionan, que exploran una nueva perspectiva y convienen una gradación tonal desde la que aportar aristas y matices, desde la que invocar un drama nunca ausente, pero siempre apegado a sentimientos, más o menos viscerales, que reverberan en la imagen y se propagan desde un artefacto que se construye desde lo formal pero al mismo tiempo lo desnuda, lo despoja de cualquier preconcepción y le otorga un sentido, una emoción.
Todo empieza con un film intrépido, valiente, capaz de modular una intensidad fascinante y de reconstruir cada retal, cada pequeña pieza logrando que un pasaje angosto, desesperanzador, devenga en extrañamente vivo y luminoso… pero sobre todo de noche.
Larga vida a la nueva carne.