Amantes del celuloide: estamos de enhorabuena. Una nueva pieza ha salido de esa fábrica de generar joyas fílmicas que resulta ser Corea del Sur, y lo hace no sólo para deleitar nuestros paladares, ávidos del magnetismo y la exquisitez con las que sólo los autores coreanos saben impregnar a sus obras, sino también para reafirmar al país asiático como una de las grandes potencias en este noble arte que resulta ser el cine.
En este caso, es Bong Joon-ho con Snowpiercer —Rompenieves—, adaptación de la novela gráfica Le transperceneige, el encargado de saciar dicha avidez. Para ello, el director cambia de escenario dando el salto geográfico e idiomático por primera vez en su carrera, contando con un reparto mayormente angloparlante, pero manteniendo intactos todos los rasgos estilísticos que hicieron que su largometraje The Host catapultase su carrera.
La capacidad de Joon-ho a la hora de crear atmósferas enrarecidas potencia sobremanera la introducción en la distopía post-apocalíptica que propone Rompenieves. Todos y cada uno de los vagones del tren que, cual Arca bíblica, vaga infinitamente por un mundo congelado transportando al último reducto de la raza humana, transpiran vida y personalidad propia cuando se nos muestran bajo la visión del realizador, a medio camino entre la fluidez para desenvolverse en la acción que demostró en The Host, y ese cruento lirismo que impregnaba Mother y que ahora se alimenta de la esencia de un Park Chan-wook que participa en la producción del filme.
Por encima de la evidente pericia audiovisual de la que hace gala Rompenieves, se encuentra ese peculiar tono que convierte todos los filmes del director en una experiencia tan particular. Destellos de un humor entre lo grotesco y lo absurdo se intercalan con el drama más intenso cuando menos se espera, y lo hacen con una naturalidad inusual que transporta del impacto que suscitan sus brutales secuencias de acción a la carcajada más cómplice en una fracción de segundo. Esta excentricidad también se extiende a un plantel de personajes —otra de las “marcas de la casa” de Bong Joon-ho— en el que encontramos desde los más manidos arquetipos como el antihéroe protagonista —interpretado por un Chris Evans que demuestra no necesitar enfundarse en unas mallas para resultar más que solvente—, hasta secundarios rematadamente extravagantes, como los interpretados por una irreconocible Tilda Swinton o el peso pesado coreano Song Kang-ho, tan encantador como de costumbre.
Todo esto hace del filme un divertimento de primera categoría en el que siempre hay lugar para la sorpresa, demostrando ser una pieza de ingeniería narrativa gracias a un guión que poco a poco va desvelando detalles aparentemente irrelevantes para culminar en uno de esos clímax que te hacen dudar entre llevarte las manos a la cabeza o utilizarlas para aplaudir con vehemencia. No obstante, lo más apasionante de Rompenieves, lo que de verdad la hace merecedora de todos mis halagos, es su lectura sociopolítica —otro de los rasgos comunes en la obra de Joon-ho—. El tratamiento que la cinta da a la lucha de clases, y la analogía existente entre el tren y la realidad social actual, rebosan una sensación de veracidad que se torna especialmente devastadora durante las revelaciones de la recta final del filme, dejando a Rompenieves entre los mejores ejercicios de narrativa anti-utópica que puedan recordarse.
Como no podía ser de otro modo, el retorno de Bong Joon-Ho ha cumplido con creces todas las expectativas generadas. El recelo y todos los miedos generados a raíz de su internacionalización se han quedado en un simple cambio idiomático, permaneciendo intactos los factores que de verdad importan: el buen hacer del director para conseguir impregnar su sello a un filme con alma de blockbuster para convertirlo en una experiencia única, personal, magnética y extraordinariamente disfrutable.