Una de las principales objeciones que se le hacían a Smile, más allá de un hecho tan puramente subjetivo como si el resultado devenía en un film terrorífico o no, eran esos préstamos desde los que hacer orbitar el particular universo del por entonces debutante en torno a un horror conocido precisamente por aquello que se sustraía de su superficie. No obstante, y lejos de esa referencialidad (que en realidad no era tal), en el film de Parker Finn se hallaban muchos más estímulos, destacando entre ellos la claridad expositiva, la concisión de una puesta en escena desde la que hacer transitar dicho terror y, ante todo, la conjunción de un pertinente subtexto implementado a través del desarrollo del relato. Virtudes, en definitiva, más que sobradas para cuanto menos poder valorar la dimensión de una obra que sugería la figura de un notable cineasta en ciernes, dejando a un lado su correlación con títulos de sobras conocidos que, por más que pudiesen atenuar la experiencia en más de un momento por lo obvio y usual de sus movimientos, siempre encontraban el mecanismo adecuado desde el que llevarlo todo a un nivel, si bien no superior, cuanto menos sugerente.
Quizá es por ello que, más allá de los motivos enteramente comerciales, sorprendía que el propio realizador se embarcara en una secuela de aquello que no parecía admitir un desarrollo mayor que el ofrecido por Smile, pues en ella se glosaban las claves de un universo a fin de cuentas sencillo pero bien trenzado que no daba pie a demasiados desvíos. Así, y ante la cuestión que podía suscitar partir de cero, urdiendo un nuevo relato desde el que reconstruir lo ya formulado en su primera parte, se afrontaba un reto mayúsculo no tanto por el hecho de hallar un contexto que proporcionase el interés necesario a Smile 2 —y es que recordemos que el contexto de su antecesora era posiblemente una de las claves del film—, sino por, sin perder una coherencia interna que Smile construía a lo largo de su metraje, hallar los dispositivos adecuados para trasladar de nuevo ese inquietante halo que poseía. Por desgracia, nada de ello sucede, y es que Parker Finn está más interesado en dar forma a un ‹bigger, better› a través de su premisa inicial que de continuar proporcionando incentivos desde los que reformular un horror que aquí brilla por su ausencia en pos de ‹set pieces› en ocasiones juguetonas que, sin embargo, inciden en las mismas claves que su predecesora.
En efecto, que Smile 2 se instaure en una vena mucho más, por así decirlo, loca, no es algo que objetar siempre y cuando se encuentren los engranajes adecuados para ello. El principal problema, también sea dicho, es que todo ello parte de una vaguedad, de una pereza que esperemos que no sea tal —principalmente porque hablamos del segundo largometraje de su autor— pero que dinamita las posibilidades del nuevo trabajo de Finn. Y es que, lejos de si esa sensación de ‹tour de force› terrorífico apenas deja alguna que otra secuencia curiosa —ni siquiera memorable—, nos encontramos ante un film que opta por reproducir las directrices del original sin mucho más que añadir. Sí, la intención de Finn está implícita en el transcurso de Smile 2, pero al fin y al cabo lo único que consigue es reducir y simplificar al máximo aquello que exponía su ópera prima, sin ni siquiera lograr algo que posea cierto cuerpo, el empaque necesario. En especial por la constancia y reiteración con que emplea ciertos mecanismos —lo de los ‹flashbacks› de la protagonista, que ya se empleaba con tino y mesura en la original, pero aquí aparecen a discreción, me lo van a tener que explicar: supongo que tener a Ray Nicholson en el papel de ex implicaba una cuota de minutos que permitiera dibujar su secuencia para el recuerdo—, que no sólo no logran llevar a engaño al espectador —esperamos que no lo pretendiera, menos con algo tan trillado como entremezclar (ir)realidades—, sino además se vuelven un recurso agotador a más no poder, alejándose de la sólida construcción que presentaba Smile y disponiendo una narrativa caprichosa y deshilachada.
Smile 2 puede que funcione como extensión (medio) divertida de lo que proponía Finn hace un par de años, pero tan cierto es como que aquello que Smile conseguía con una sencillez notable —apelando en parte a una cotidianeidad que para el caso desaparece—, aquí se desvanece con una torpeza digna de elogio, pues el cineasta es prácticamente incapaz de concretar una sola secuencia malrollera donde todo fluya a través de la que se antojaba su herramienta esencial, una puesta en escena cuyos resultados brillan mayormente por su ausencia —salvo en algún momento concreto—. Sí, es obvio que nos encontramos ante un realizador que sabe con exactitud dónde debe colocar la cámara y cómo generar un mínimo de tensión —para muestra, su secuencia inicial donde, pese a la dejadez de su guión (no se pregunten por qué el plan del personaje de Kylle Gallner sale mal, siendo él policía), con poco, nos introduce en la acción—, pero tan obvio como que su interés no parece ir más allá de desarrollar un subproducto dirigido al auténtico ‹fandom› —algo que se deduce, por ejemplo, del nulo tratamiento de su personaje central, plagando la narración de ‹flashbacks› gratuitos, y de la simpleza con que se concreta el marco en el que se mueve, donde todo se reduce a una presión (evidente) aplicada por la figura progenitora—, de esos que a buen seguro más de uno aplauda a rabiar, sin saber que aquello que realmente aplaude no es otra cosa que la cosificación de un género al que flaco favor hacemos dando a entender que propuestas tan insustanciales como la que nos ocupa, más pendiente de la ley del mínimo esfuerzo que de otra cosa, pueden llegar a sobresalir, cuando en realidad no son sino aquello que lo empequeñece y, por ende, hiere de necesidad.
Larga vida a la nueva carne.