En 1964, Jonas Mekas presentó en el Gramercy Arts Theater Sleep una película experimental de Andy Warhol —considerada una anti-película, según el mismo artista— de más de cinco horas de duración, donde se filma como John Giorno, su amante y confidente, se echa una larga y parsimonia cabezada para deleite del público. Cuenta la leyenda (Wikipedia) que solo nueve personas asistieron a su estreno, dos de las cuales abandonaron la sala en la primera hora. Unas décadas más tarde, Radu Jude vuelve a enfrentar al espectador con una especie de secuela, aunque puede que de una forma más ligera y menos extenuante que su antecesora. Sleep #2 funciona como film ensayístico donde el rumano se dedica a confeccionar un ‹collage› a través del cual, durante sesenta minutos, inserta imágenes de la EarthCam pinchando el nicho del precursor del ‹pop art›, situado en cementerio de Bethel Park, en Pittsburgh, Pennsylvania. Así reposa Warhol en su sendero hacía la inmortalidad.
A través del ‹found footage› directo, Jude sintetiza en Sleep #2 el peregrinaje a la sepultura de Warhol, construyendo una suerte de contrarrelato, desafiando toda narrativa —la inventiva se halla en el montaje, en la selección del cineasta, en su decisión, en lo que nos quiere mostrar y en lo que descarta— mediante la compaginación de gags naturalistas —directamente, instantáneas que están ocurriendo de verdad— y que desprenden su característico sentido del humor y sarcasmo para así trazar y elaborar un alegato social —como lo haría por ejemplo y en su medida, Chris Marker, referente de ‹desktop films› elaborados con metraje encontrado—. De este modo, Sleep #2 incluye una generosa profusión de escenas situacionales que incluyen el reposo solitario de la tumba; su “profanación” mediante la intervención curiosa de la fauna —ya sean ardillas o cervatillos—; la conquista de la germinación de la maleza y la flora; su cuidado —mediante el trabajo de operarios jardineros— o la visita cálida y mitómana de los transeúntes, que rinden tributo al monumento funerario.
Jude, además, aprovecha lo que tiene delante para configurar una cinta que sirve como radiografía sociológica del postmodernismo, exhibiendo la función ritual de los lechos, así como la sacralización de la era moderna: desfilan por la pantalla cuantiosos grupúsculos de fieles seguidores nostálgicos armados de guitarras, cartas o latas de sopa Campbell. Son las nuevas ofrendas divinas. Y para inmortalizar la romería, cómo no, se manifiesta un sinfín de ‹selfies› y fotografías de recuerdo. Son postales con la lápida de fondo. Así es como el cineasta logra construir, más que un relato, un alegato poético sobre la vida y la muerte solo interrumpido por el sonido diegético —marcado por las regadoras de césped, las cigarras y el pío-pío de los pájaros y murmullos a lo lejos o el silencio nunca absoluto de la noche— o bien por los reposados ‹haikus› de Yosa Buson, Matsuo Bashō, Shoha, ex-sudantes de nostalgia estoica y una asunción reveladoramente existencialista.
Acaso la muerte sea meramente eso: un plano fijo, pixelado, colocado ante una losa. Un vaivén de secuencias obtusamente renderizadas, que sirven, a través del montaje de Radu Jude, como contemplación ultranaturalista, lograda gracias a la tecnología de una cámara que registra los cambios de ciclo estacionales, como lo haría Michelangelo Frammartino en Le quattro volte. Ahí reside, quizás también, otra idea: la lucha entre lo atávico y lo nuevo; el combate a muerte entre un viejo mundo y un imperio. Jude ha captado las pirámides egipcias de nuestro presente. Sea cual sea el caso y el resultado, si algo nos transmite Sleep #2 es que los ídolos jamás estarán solos en su descanso mortuorio.