Que Slaxx, lejos de su premisa y esos ramalazos de comedia de terror, por momentos jugueteando entre las constantes del gore, a ratos manifestando una vena irónica que se ha transformado en parte casi indisociable del género desde el Scream de Wes Craven, no pretende ser una serie B al uso se constata tanto a través de unas formas desembarazadas de esa suciedad y cutre encanto que habitualmente atesora el ‹splatter› más desenfrenado, pero en especial gracias a la exposición de un discurso que no parece ajustarse a los parámetros del género, aunque sin embargo encaja a la perfección en un contexto que no se antoja ni por un momento casual.
Es, precisamente, en la apreciación de ese marco, donde Elza Kephart consigue otorgar un carácter propio a una propuesta como Slaxx, introduciendo mediante la arquetípica presentación de sus personajes o la cada vez más acuciante situación en la que se encuentran los suficientes ingredientes para que tanto su tono humorístico como la punzante mirada que dirige la canadiense a tal panorama, tenga un sentido específico y encuentre los alicientes necesarios para que Slaxx devenga en algo más de lo que en un buen principio pudiera parecer. Una determinación, la de intentar ir más allá del cine guerrillero que encuentra en el sangriento chorretón su máxima, que no obstante termina pecando de obvio, ya no tanto por la salvedad de un discurso que no esconde su objetivo, sino por la insistencia en querer revestir de más capas a aquello que ya había alcanzado su cénit en una juguetona crítica en torno a la vacuidad de un universo, el de la moda, en el que una simple ‹influencer› puede hacer y deshacer a su antojo. Es, de hecho, en esa faceta: la de no querer buscar una compasión impostada en todos los elementos que interactúan en la cadena, lo que hace que Slaxx se eleve en determinados momentos, incluida una conclusión que es capaz de dotar de mayor significancia y visceralidad a un simple acto, más que ciertas líneas de guión que sólo parecen detenerse en defender un giro cuyo enfoque sería mucho más idóneo si no buscase del mismo modo realzar una disertación cuyas intenciones ya resultaban claras mucho antes (y con mayor finura, por qué no decirlo).
Slaxx sorprende, pues, por saber combinar con eficiencia el chascarrillo gore de buena factura con una mordacidad que ni siquiera necesita cargar en exceso sus tintas para funcionar, por más que Kephart busque incentivos en esa particular venganza probablemente sobreentendida por la crítica urdida en sus primeros minutos: porque más allá de esa voraz competitividad —que, en el fondo, no dista para nada de la realidad por más que se deslice bajo la capa del sarcasmo— implementada ya desde las altas esferas, el canibalismo del mundo de la moda queda reflejado en una idea sencilla y visual, la de unos pantalones engullendo a sus víctimas, los presuntos dueños de un artículo desde el que encontrar un falso reflejo; un reflejo que es, al fin y al cabo, lo mismo que propone ese superficial microcosmos que la creación de la canadiense decide engullir. Con toda probabilidad, se podría decir que es en las ideas más sencillas y visuales —a menudo pertrechadas bajo ese manto de ironía— donde Slaxx surge triunfadora al proponer una mixtura atípica que no parece condenada al fracaso, pese a que en los momentos claves termine derivando hacia el ‹déjà vu› más insustancial buceando entre esos códigos genéricos que, de tanto en tanto, no vendría mal eludir, en especial a cintas como esta Slaxx, que demuestra en una última (y certera, y cruel) estampa mucha más intencionalidad que ciertos apuntes desdeñables y, finalmente, engullidos por su salvajismo.
Larga vida a la nueva carne.