Que Sitges es distinto para lo bueno y para lo malo no es algo que a estas alturas vayamos a descubrir. No obstante, sí aparece una confrontación en el momento de hacer balance de un festival en el que, admitiendo sus (en más de una ocasión) tremendos fallos, surge una inevitable sinergia entre el espectador (del tipo que sea, aquí no valen las distinciones) y el propio festival. Ello es debido a que pese a las ganas de volver y repetir año tras año, el sabor no deja de ser agridulce aunque uno pueda observar leves mejoras con respecto a ediciones pasadas. De entre esa serie de dislates que se suelen ir produciendo ya no durante la consecución del festival, sino con la llegada de los primeros anuncios, cabe destacar algunas cosas que ni siquiera atañen a la entrega de premios u organización con respecto a temas de prensa —donde, por ejemplo, debería ser de recibo obtener respuesta cuando uno pide una entrevista, sea de la índole que sea—.
Ese anuncio de títulos, que como siempre deja sorpresas y grandes cintas imperdibles encajen o no en el marco que compone Sitges —como sucedía este año con películas como ’71 o Aberdeen, que no deja de ser grato que tengan su espacio, aunque estén fuera del espectro de obras que suelen componer el line up del festival—, se siente cada vez más acotado cuando debería ser precisamente lo contrario, a juzgar por la expansión (en cantidad) que ha experimentado el certamen durante los últimos años. Ese fenómeno es debido a algo que no me gustaría tildar como compromisos del festival, pero a cada año que pasa parece consolidarse como tal. Pongamos un ejemplo práctico en la cantidad de propuestas que llegan a Sitges con la clara intención de exhibirse antes de llegar a la gran pantalla, como vendría a ser el caso de los títulos distribuidos por Media3 Estudio, que si bien encuentran cierto espacio en ese marco para el cine oriental que entreteje el festival dirigido por Ángel Sala, en ocasiones se antojan más fruto del acuerdo con la distribuidora que de otra cosa. Y es en ese contexto cuando uno se pregunta si no tendría más sentido la creación de una sección que ejerciese como mercado de apertura y toma de contacto del espectador con ese material en lugar de encajarlo sin ton ni son en algunas de las secciones, algo que aconteció en los casos más flagrantes con cintas como How I Live Now o Filth, que si bien no desentonan en la tónica de lo que propone Sitges, llegan demasiado tarde a salas como para no plantearse si tienen cabida en un festival. Otra de las tendencias que se ha asentado en Sitges es una cierta conexión con Sundance, que parece terminar arrastrando al festival todo aquello que tenga un cierto aroma a cine independiente de nuevo cuño (por así llamarlo), donde desde la sci-fi al cine de género es raro que no hayan adoptado un patrón más dirigido al «product placement» que otra cosa en películas que, a la postre, terminan llegando a la costa catalana, algo que no sucede con cintas que se alejan de ese «modus operandi» y también podrían tener su hueco pero su poca predisposición por complacer en cierto modo al espectador parece cerrarles puertas. Por si ello fuera poco, la sensación de que se está vendiendo un modelo, se termina trasladando a un palmarés que debería premiar precisamente lo contrario a lo que representan obras como la ganadora de este año. Cerrando ya este aspecto, no deja de ser llamativo que ciertos cineastas formen parte del festival casi por decreto, y ni siquiera se valore un mínimo la calidad que aportarán al mismo, que al final queda en entredicho en más de una ocasión debido a estas inclusiones que pueden ser entendidas desde muy pocas ópticas.
El otro matiz a abarcar, que en parte tiene cierta correspondencia con el aumento indiscriminado de inclusiones en los últimos años, es el de una constitución de la parrilla que, si pasadas ediciones ya tenía sus defectos, ahora ve como se acrecentan ciertos errores que un festival del peso que parece querer tener Sitges no debería permitirse. La distribución de películas con más de una sesión, en ese sentido, no deja de ser errónea en cierto modo por el hecho de agrupar propuestas con dos pases un mismo día, ofreciendo poca capacidad de maniobra al espectador y haciendo de este modo que títulos que deberían ser medianamente relevantes terminen por no tener las oportunidades necesarias. Ese desliz, no obstante, puede ser perdonable en tanto el material a distribuir es verdaderamente cuantioso, lo que no se entiende de ninguno de los modos es que coincidan sesiones únicas durante un mismo rango horario, como fue el caso (en una misma tarde) de tres cintas tan interesantes como El incidente, Colt 45 o Adieu au langage, por poner el ejemplo más flagrante, que no único —ahí estaban The Darkside y Late Phases solapadas, o Wake in Fright y Autómata, sin olvidar lo acontecido con una cinta que venía de la Berlinale como Last Hijack con la coreana The Fives—. No menos curioso resulta, para terminar, que algunas obras prácticamente paridas para estar en un festival de cine de género —en ese marco encontramos Preservation de Christopher Denham, Live de Noboru Iguchi, la sci-fi/comedia negra LFO, Starry Eyes o la giallesca The Editor— terminen relegadas a sesiones nocturnas, algunas con sesiones únicas y dudosa compañía, mientras en el escenario central se repiten hasta la extenuación films que ni siquiera son de género y que sólo se pueda entender que estén en Sitges por intereses concretos. Algo sencillamente inexplicable.
Con todo, y con algunos desaciertos no menos graves —lo de los apagones continúa siendo sorprendente—, Sitges no deja de ser el lugar perfecto para seguir exhibiendo todo el cine de género que podamos consumir —incluso por encima de nuestras posibilidades—, y es ahí donde uno se siente —sin ánimo de ser condescendiente con el festival, ni mucho menos— en un universo paralelo difícil de abandonar, porque aunque se cometan equivocaciones y el rumbo del certamen quede en entredicho con algunas decisiones muy discutibles, hay pocos modos de hallar festivales donde el público se apodere en ese grado de la propia sala. Porque sí, podremos estar de acuerdo o no con la toma de decisiones, pero si algo logra mantener Sitges por encima de todo ello, e incluso de ese rumbo incierto, es una esencia que lo convierte con méritos propios en una de las citas ineludibles del año cinéfilo particular de cada uno. Es cierto, cuando uno va a Sitges debe ser selectivo, intentar lidiar (con) y conocer el material con el que trata, y aceptar ciertos desmanes que restan credibilidad, pero si uno termina por minimizar todo eso es por un motivo bien sencillo: apropiarse del festival, hacerlo suyo y disfrutarlo como pocas veces se podrá gozar ante una gran pantalla nunca fue tan fácil como aquí.
Larga vida a la nueva carne.
Bastante de acuerdo con lo que dices, el problema es que han encontrado una formula que les sale muy rentable de cara al espectador que paga su entrada en Sitges, con lo que eso es lo que prima, y las películas que saben les llenan las salas los fines de semana y las tardes-noches.
Creo de entrada que una sección oficial que ofrece casi 40 títulos es inviable, siempre he dicho que Sitges deberia afinar más su propuesta, que traer cada año más de 200 películas es un burrada, pero claro, luego nos quejamos si faltan películas que queremos ver, y al final pasa que te acabas dejando atrás muchas películas pequeñas por solapaciones o por falta de tiempo, este año lo que poner películas que queria ver en maratones a altas horas o solapadas ha sido la orden del día.
Buen repaso al festival y buena conclusión con tono crítico, que no todo el mundo se atreve a hacer.
Un Saludo!!!!!
Muchas gracias!!
Lo cierto es que estamos bastante de acuerdo, pero yo sí creo que se podría acortar el line up sin que faltasen imprescindibles… sólo acotando el mercado de ripeos (porque hay películas como Under the Skin, por ejemplo, que se entiende que alguien pueda preferir ver en la gran pantalla, pero otras…) y dejando algunas prácticas habituales de lado (como el amiguismo), aunque claro, a día de hoy eso es algo prácticamente impensable.