Beyond the Black Rainbow, Sauna, Amer, Canino, Vampires, Bellflower, Kill Me Please, Carré blanc, Bedevilled… Sitges, siempre ha sido uno de esos lugares de descubrimiento para sus seguidores, de ensalzamiento de cintas que, aun habiendo gozado de cierto éxito en su recorrido festivalero (y, a veces, ni eso), Sitges entregaba a su público como auténticas gemas a reivindicar, fuese cual fuese la nacionalidad y condición del producto. De hecho, echando un vistazo a una lista elaborada en apenas segundos, se puede apreciar como desde la ciencia-ficción hasta cualquier clase de comedia o trabajos con un mayor sentido dramático, todo cabe. No obstante, 2012 no ha sido el año de Sitges que muchos esperábamos, pues pese a presentar un cartel a priori verdaderamente atrayente, la decepción ha terminado siendo mayúscula. Como estarán comprobando, aquí no hablamos de decepción por el hecho de asistir a proyecciones que no hayan cumplido al menos una parte de las expectativas (ahí están títulos como The Weight —que, incluso, su director Ángel Sala puso por las nubes—, Rebelle, A Fantastic Fear of Everything, The ABC’s of Death…), cosa habitual en un festival del tamaño de Sitges, hablamos más bien de una de esas señas de identidad que tenía el festival hasta esta presente edición, que era la de descubrir cintas sugestivas y refrescantes a un público ávido de nuevas experiencias. Cierto, sorpresas no han faltado, y ahí están Compliance, American Mary o Maniac para dar fe de ello, pero extraer un balance tan pobre de un festival que, sin ir muy lejos, dos años atrás dejó perlas del tamaño de Sound of Noise, Notre jour viendra, Tucker & Dale vs. Evil, Fase 7, El perfecto anfitrión o las ya citadas Rubber (que, a la postre, nos descubrió a ese pequeño genio del absurdo llamado Quentin Dupieux), Bedevilled y Vampires, se antoja insuficiente, más si estamos hablando de un certamen de la importancia y tamaño de Sitges.
Más allá de consideraciones que podrían resultar vanas o superfluas sobre hasta donde llegó la calidad de la selección de un festival que no sólo decepcionó al que estas líneas escribe, deberíamos hablar acerca de esos cineastas que repiten en el festival cada vez que estrenan nuevo film, indiferentemente de la calidad del producto. En ese sector se encuentran nombres como los de Nicolás López, que ya sorprendió —y no precisamente para bien— en 2008 con su Santos, Im Sang-soo, cuyo cine va en direcciones opuestas a lo que se presupone Sitges, Takashi Miike, del que se podrían seleccionar, como mínimo, sus mejores propuestas ya que cada año deja en el tintero dos o tres, o incluso nombres como los de Joko Anwar o James Mason, que parece que deben estar entre las seleccionadas para el festival sí o sí, todo ello sin olvidar a cortometrajistas de paso triunfal por un festival al que vuelven parece que única y exclusivamente por ese motivo, como podría ser el caso de Rodrigo Gudiño.
Entendemos, como es obvio, que dentro del festival se intente dar oportunidades a cineastas que, sin duda, las merecen, e incluso podría llegar a entenderse que se premie a otros cuyas expectativas se han visto cumplidas en un principio como en los casos de Ben Wheatley, Aptichapong Weerasethakul, Quentin Dupieux o el propio Takashi Miike, pero pasar de ese extremo al de incluso hacer repetir a directores cuya aportación al festival es tan nimia que hay que reivindicar películas pasadas ni siquiera pertenecientes al propio autor (como se hizo en la presentación de Modus Anomali, hablando sobre la también indonesia The Raid, una propuesta a años luz de la presentada por Anwar) o buscar triviales excusas (la participación de Eli Roth en Aftershock, la presencia de Gudiño en The Last Will and Testament of Rosalind Leigh, etc…) para que encajen sin que el espectador pueda dejar de entrever un motivo para que estén en Sitges.
Más indignante resulta, sin embargo, ese amiguismo imperante que cada vez va a más en el festival presidido por Ángel Sala y que esta edición dejó auténticas perlas en el formato de cortometraje, de las que cabría destacar un título de nombre El peix Sebastiano, cuyo único aliciente parecía el hecho de estar dirigido por Marcel·lí Antúnez Roca, antiguo integrante de La fura dels Baus que con este esperpéntico trabajo sólo logró dejar con cara de circunstancias al respetable, preguntándose qué narices hacía eso justo antes de la proyección de una película de Takashi Miike.
Aunque el nivel de cortometrajes proyectados antes de cada sesión descendió ostensiblemente este año, también nos topamos con alguna que otra inexplicable aportación como el Oscuro resplandor de Rafa Dengrá, cuya aparición se podría justificar por el constante apoyo de Sitges a cintas de ámbito estatal (tema que también habrá que tocar), mientras joyas como la Yellow de Ryan Haysom quedaban en la estacada, relegadas a distintas sesiones de cortometrajes ya habituales en el festival, pero que antes repartían su peso en otras sesiones. Continuando con esa senda amiguista, tampoco faltó el alemán Roland Reber, quien si ya rodó hace unos años Angels with Dirty Wings con la única intención de llevarla a Sitges (en palabras del propio director), volvía esta edición con The Truth of Life, hecho que, hasta cierto punto, podría resultar sostenible si su inclusión en el marco del festival estuviese sujeta a una única sesión. No obstante, la cosa ya cambia cuando para colmo es encajada en una sesión nocturna a la que seguía una de esas cintas marca del festival (por marciana y por única en su especie) como es La leggenda di Kaspar Hauser, protagonizada por Vincent Gallo, pero a la que era verdaderamente difícil plantearse si asistir, más cuando ante ella estaba Reber, y después lo nuevo de un Jesús Franco del que, a estas alturas, poco se puede esperar ya, por más que pueda doler.
Continuando con el tema del cine español, tampoco estaría de más el hecho de plantearse inaugurar una sección en la que se enmarcasen gran parte de estos trabajos, ocupando así un espacio que sería propio del festival y que daría mucha más libertad para rescatar propuestas que, sean mejores o peores, estarían enlazadas por un vínculo que quizá podría dar más salida a cierto tipo de cine español. Ya no se trataría de marginar esos trabajos, sino más bien de dotar a esa sección con la suficiente identidad propia como para que el espectador pudiese acceder con mucha más facilidad a un contenido que, en ocasiones, de no venir avalado por cierta representación actoral o cierta reputación en otros festivales —y la campaña propagandística que se intuye a su alrededor— (como por ejemplo El cuerpo en el primer caso o Lo imposible en el segundo), sí termina dejándose de lado en pro de otros títulos de más renombre que los desplazan (como suele suceder con títulos con una sola proyección como Qué pelo más guay o La cueva, donde encontramos alguna que otra excepción —más que nada por expectativas y seguidores— como O apóstolo).
En definitiva, quizá es el momento de replantear ciertas cosas en un festival que lleva años funcionando a un nivel impresionante pero que, sin embargo, con determinados detalles pierde virtudes que lo hicieron una de las grandes citas cinéfilas del año, y es que como el propio Pumares comentaba en una de las colas de prensa, hoy en día ya no se sabe si Sitges es un festival de cine fantástico o no: su indefinición ha llegado a tales cotas en aspectos tan vitales como ese, mientras en otras cada vez se muestra más permisivo (ese mentado amiguismo que no sólo hace mella en el hecho de invitar a conocidos del festival, sino también en el momento de repartir premios —increíble que Lynch se fuese con dos galardones, más habiendo ganado hace dos años el de Mejor película—), que al final uno termina preguntándose si Sitges, una de esas citas que sabían marcar tendencia y como hacerlo (esa indefinición queda patente, cada año más, en las temáticas del festival —el año pasado inteligencia artificial, este post-apocalipsis, temas apenas tocados en las respectivas ediciones—), se está convirtiendo en un festival que se deja llevar más por las tendencias (ello lo atestiguan, cada año más, el nivel de producciones “independientes” amables, como el caso de Safety Not Guaranteed o Robot & Frank, entre otros muchos factores como la acogida a cineastas de cauce más autoral —ahí están Béla Tarr, Weerasethakul o Reygadas—) y que no consigue una marca propia que, durante años, sorprendió y asoló un panorama en el que el festival presidido por Sala podría seguir diciendo cosas y muy importantes, pero parece conformarse cada vez con menos. Esperemos que esos factores sean borrones en un currículo cuasi intachable y 2013 se transforme, más que en una crónica del desaliento, en una crónica de la festividad y jolgorio que supone una cita cada vez marcada más a fuego en el corazón de muchos cinéfilos.
Larga vida a la nueva carne.