Los franceses volvían a Sitges dispuestos a levantar pasiones, y aunque sólo participasen en la sección oficial dos obras como Holy Motors de Leos Carax o Wrong del genial Quentin Dupieux, poco más ha sido necesario para que los galardones principales (Mejor película y Mejor director) cayeran de su lado. De todos modos, ya venían avisándolo en las últimas ediciones donde, además del tan pavoneado cine extremo francés, habían dejado joyas del tamaño de Carré Blanc (edición 2011), Rubber (ed. 2010) o Enter the Void (ed. 2009), que ya demostraban el potencial de una industria capaz de engarzar propuestas tan originales como arriesgadas. Es en ese terreno donde se mueve a las mil maravillas la Holy Motors de Carax, en un ejercicio donde se habla sobre las barreras del arte (y del cine, en concreto) empleando un relato que sirve como eje para realizar una reflexión acerca de las limitaciones de ese arte y la delgada línea que hay entre ficción y realidad, todo ello aderezado con un espectacular ‹tour de force› interpretativo de un Lavant que está supremo, y al que sólo le pudo arrebatar el galardón a Mejor actor otro de esos intérpretes que no ha necesitado regularidad en su carrera para demostrar que lo vale, y es que el Vincent d’Onofrio de Chained (cinta, por otro lado, tirando a mediocre, más si la comparamos con su anterior trabajo participante en Sitges, Surveillance) no realiza la arquetípica interpretación de psicópata al uso; su trabajo reside en una auténtica transformación donde incluso el modo de recitar el texto está realmente trabajado. No obstante, sería absurdo, por bueno que sea el trabajo de d’Onofrio, admitir que alguien le podía arrebatar el premio a ese terremoto llamado Lavant. El otro trabajo que provenía de tierras galas, Wrong, nos devuelve a la visión de un cineasta del que, de saber otorgar un equilibrio y constancia a su cine, podríamos estar hablando como uno de los grandes de la comedia en los últimos años. El problema de Dupieux es que nunca encuentra esa balanza y, aun perfilando gags que son auténticamente hilarantes, se pierde en tierra de nadie durante más minutos de los que desearíamos.
Cambiando de tercio, y dirigiéndonos al otro lado del charco, el cine norteamericano nos trajo la ya citada Chained (que, además Mejor actor se llevó el Premio especial del jurado, hecho que ya resulta un poco enervante puesto que parece que, por ser hija de quien es, debe llevarse premios cada vez que viene a Sitges la señorita Lynch), una cinta que funciona hasta que su autora decide otorgar dos giros cruciales que la ponen en evidencia: el primero, y más molesto de todos, por destruir lo que hasta el momento había construido con pericia (la figura de un ‹psycho killer›, llamémoslo puro) y, el segundo, por querer dar una irrisoria vuelta de tuerca, aunque a esas alturas ya ni siquiera sea irritante o molesto. De esa latitud, volvían cineastas también conocidos sobradamente como el mítico Don Coscarelli, que descolocó al público con esa auténtica bizarrada llamada John Dies at the End que, si bien no funciona casi en ningún momento a nivel humorístico, sí merece la pena como ‹rara avis› con la que pasar un rato en el que caos y anarquía se apoderarán de la pantalla, Eduardo Sánchez, uno de los dos autores de El proyecto de la Bruja de Blair que, después de más de una década en el panorama traía Lovely Molly, una apuesta que destaca por el enfoque dramático de esta historia donde el terror se basa en los fantasmas personales del pasado, o un Rihuey Kitamura cuya No One Lives no decepcionó, estando en la tónica habitual desde que el cineasta nipón llegó a Estados Unidos.
También llegaban de USA propuestas como la Sinister de Scott Derrickson, que llegó a ser calificada por algunos como lo más acojonante visto en los últimos años, una cinta episódica modesta como V/H/S (con nombres como los de Ti West, Adam Wingard o Glenn McQuaid) que, sin embargo, nos sitúa en un terror orgánico que le confiere el valor añadido de poseer un tono conjuntado, hecho difícil de ver en este tipo de producciones y, ya por último, una The Day que llegaba auspiciada por una campaña publicitaria, pero apenas dio que hablar en el festival. Terminando ya con el cine americano, llegaban un par de producciones simpáticas y amables (con la sempiterna etiqueta de cine independiente cuando, nada más lejos de la realidad, no lo son) como Robot & Frank (Premio del público para ella, como no podía ser de otro modo) liderada por Frank Langella en un retrato sobre el paso del tiempo y la memoria, y la entrañable Safety Not Guaranteed, una de esas cintas ‹freak› realizadas con mucho amor que tratan, precisamente, sobre eso, relaciones amorosas entre distintos personajes. Cerrando este episodio, pero con una cinta que sí se podría denominar independiente, la maravillosa Compliance, film que nos habla de modo contundente sobre el servilismo imperante en cierto sector de EEUU a través de una simple anécdota, puro cine funcional que ningún seguidor del cine independiente (sí, todavía existe) debería perderse.
Moviéndonos no demasiado, del Canadá natal de los Cronenberg (en efecto, la familia ha crecido) llegaban nada más y nada menos que tres cintas. Dos, como ya pueden imaginar, de parte de esa familia donde padre (David Cronenberg) no ha parado de recibir palos por una Cosmopolis que venía más precedida por ello que por el cine que realmente destila, porque en su afán discursivo no se olvida Cronenberg de lograr que a nivel formal todo acompañe, trazando así una parábola sobre política (económica) en la que Pattinson sale bastante bien parado. El hijo, un Brandon Cronenberg que ironizó durante la rueda de prensa acerca de su pertenencia a la familia, empieza con paso firme en una Antiviral que recoge influencias que van desde lo estético del primer Cronenberg (padre, obvio) hasta lo discursivo de Videodrome y que, pese a perderse quizá en una trama en ocasiones disuasoria, obtiene resultados de lo más positivos. Por último, en este grupo, volvía Pascal Laugier con El hombre de las sombras, que dividió de nuevo a la opinión: desde fascista hasta genio fueron los calificativos dedicados a un cineasta galo acostumbrado a moverse entre la polémica desde su Martyrs, y ahora llegando desde Canadá como paso previo, suponemos, a Planet Hollywood.
Sin cambiar de idioma, continuando con los angloparlantes, en las islas se han cocido este año propuestas de lo más sugestivas, y es que más allá de esa fatigosa A Fantastic Fear of Everything, que ni Pegg salva y reincide en todos los tópicos del género, a cada cual más flagrante, y de la divertida Grabbers, que ofrece lo que promete sin alardes, llegaban tanto Berberian Sound Studio (avalada por la crítica) y Sightseers, el nuevo trabajo de un cineasta, Ben Wheatley, que va camino de ser de culto. De la primera, cabe destacar la viscosidad de una propuesta que, si bien tarda en llegar a los extremos de un trabajo que requiere precisamente eso, cuando lo logra encandila y ofrece una reflexión sobre límites cinéfilos también, pese a que nunca termine de desatarse como le hubiese venido fantásticamente. En cuanto a Sightseers, que se llevó dos merecidísimos galardones a Mejor actriz y Mejor guión (precisamente escrito por la pareja de actores protagonistas), es otro de esos demoledores romances marca de la casa (es decir, Wheatley) que, si con Kill List ya nos hablaba sobre los pormenores de una relación castigada por factores externos, aquí lo hace acerca de la confianza de otra relación que derivará en una divertida road movie con ‹psycho killers› campestres liándola parda en un delirio que no hay que perderse.
No nos movemos de Europa y avanzamos hasta Alemania, único país centroeuropeo (además de Francia) presente en una Sección Oficial que se equivocó con The Wall, cinta de pretexto fantástico que marra al intentar trasladar una novela a la gran pantalla de modo excesivamente literario. Fallida a todas luces. De nuestro país, llegaban un par de películas que tampoco levantaron excesivos aplausos: una de ellas, la Insensibles de Juan Carlos Medina nunca sabe si decantarse por lo dramático o lo fantástico y ahí pierde toda su efervescencia… bueno, ahí y en un guión que peca en no pocas veces de ridículo. La otra, El bosque de Óscar Aibar, sin ser una mala propuesta evidenciaba demasiadas carencias en la constitución de unos cutres efectos especiales fruto de bajo presupuesto en otro ejemplo que el fantástico cada vez parece más nuestro que nunca.
Alejándonos de costas españolas, pero sin salir de países de habla hispana, la chilena Aftershock (que, obviamente, no se libra de ser en inglés debido a la mano de Eli Roth, que también actúa) dirigida por Nicolás López despertó las iras de los más acérrimos al género, aunque no tanto como otra película que algunos no aguantaron entera, y es que el Juego de niños de Makinov (si no les suena el nombre, es porque no es tal) hizo que la paciencia se agotara con un remake de ¿Quién puede matar a un niño? donde la obviedad del asunto ni siquiera era lo peor en una cinta destinada al olvido.
Ya terminando con este repaso a la Sección oficial, y tan cargado como siempre, llegaba un sector oriental que, se puede decir alto y claro, ha decepcionado más que nunca. Y es que si cinematografías tan efervescentes como la coreana traen cintas como esa tan curiosa como anodina Doomsday Book, cuyo único mérito reside en estar dirigida por Kim Ji-woon, pero resulta tan obvia que en ocasiones es hasta insultante, pese a rozar el aprobado raspado, o una The Weight que deleitó (sí, es ironía) a los fans del fantástico en un film del que lo máximo que se han llegado a oír han sido calificativos despectivos enlazados y algún «No está mal», es que algo falla. La (en esta ocasión si) salvable Nameless Gangster nos traía uno de esos intentos de antología “gangsteril” (que Kitano consigue con tanta facilidad en su Outrage Beyond, y aquí en media hora más apenas funciona) que se sigue con interés debido a los tics coreanos del thriller y, en especial, a un duelo interpretativo entre el veterano Choi Min-sik y el talento en alza de Ha Jung-woo (The Yellow Sea, The Chaser), que a cada película parece un actor más completo y notable; tanto, que incluso es capaz de ensombrecer el talento del protagonista de Old Boy.
En su vertiente animada por parte del país nipón es donde ha alcanzado mejores resultados, pues pese al fiasco que ha supuesto la floja y nueva adaptación Blood-C: The Last Vampire, pisar sobre seguro con un valor creciente como Mamoru Hosoda y su Wolf Children, una de esas fábulas que rezuman cierta ingenuidad pero terminan perdiendo enteros al volcar sus posibilidades en un conflicto innecesario, y dirigirse a una saga como la de Rurôni Kenshin, que en el nuevo film de Keishi Ôtomo pierde ciertas cualidades imperantes en la saga, pero no deja un mal resultado, era razón suficiente como para respirar tranquilos. El añadido japonés en el campo no-animado llegó con Robo-G, una de esas bizarras mezcolanzas niponas en la que no falta diversión.
Terminando con el resto de una cinematografía que no ofreció gran cosa en esta Sección Oficial (y pensar que fuera de ella quedaron films como Mekong Hotel de Apitchapong Weerasethakul o la ya citada cinta de Kitano), estaban la Headshot de Pen-ek Ratanaruang, a la que se otorgó el premio a Mejor fotografía, suponemos que por darle algo a este rutinario trabajo que parece no querer serlo y se estrella con todas las de la ley y, peor todavía, The Viral Factor de Dante Lam (que, para más inri, ganó el premio a mejores FX con un CGI digno de escuela de cine), cuya definición queda perfectamente impresa en una crítica leída por ahí cuyo título reza «Nada que envidiar a Hollywood», a lo que servidor añade: nada de nada, pero para mal. Cerramos con Tai Chi 0, una de esas sagas pergeñadas antes de empezar a rodarse (ya hay trailer de Tai Chi Hero) cuyo mayor mérito es dejar a un publicitario rodar una película: su manejo del After Effects resulta excelente, de su manejo del medio cinematográfico, mejor ni hablar. Mucho menos del supuesto humor que se le intuye.
En definitiva, una Sección Oficial que si bien nos ha regalado sorpresas, no será recordada como una de las mejores de Sitges, ya no tanto por el nivel de sorpresas o grandes películas (que las ha habido), sino más bien por el nivel de birrias por metro cuadrado, hecho que el festival debería cuidar más porque proyectar según qué en el Auditori debería ser pecado.
Larga vida a la nueva carne.