El viernes 7 de junio se estrena en Filmin Sisi y yo (2023), la última y enésima película sobre una figura histórica inabarcable y poliédrica que ha provocado diversos acercamientos desde la década de los 50 —he leído que existe una versión muda, que no he podido encontrar— a una mujer interpretada y reinterpretada desde prismas dispares. Difícil misión describir cualquier personaje histórico (algo sujeto a diferentes lecturas e inclinaciones subjetivas) pero, en este caso que nos ocupa, la emperatriz Elisabeth de Austria ha mutado drásticamente de imagen desde aquella jovencita rebelde, dulce y encantadora, interpretada por Romy Schneider, que conquistó al mundo haciéndose internacionalmente conocida. El romanticismo, cuidado y lavado de imagen de la monarquía de la trilogía alemana unido a la tragedia común del personaje y actriz la lanzaron a categoría de leyenda por muchos años, cincelando un imaginario largo tiempo edulcorado acerca de ‘Sissi’, como fue llamada en la Corte.
La literatura e investigaciones posteriores fueron abriendo puertas de conocimiento a enfoques muy distintos sobre su triste y difícil existencia, aspectos desconocidos para el público. La idealización cinematográfica del personaje histórico y alguna biografía de esa época fueron abatidas por otras miradas que ahondaron en episodios más dramáticos que la sumieron en depresiones por el hostigamiento que recibió en la corte austríaca —en gran medida por su suegra, la archiduquesa Sofia— sometiéndola a un estricto control protocolario que la asfixiaba enormemente después de una infancia en gran libertad en Baviera, acostumbrada a la naturaleza, el deporte y los animales. En este sentido han surgido más películas y alguna serie en los últimos años que vienen a recordar que el personaje de Elisabeth es inextinguible, revisitándolo ahora desde una perspectiva feminista, dibujándolo e impulsándolo como icono femenino, abanderado de su libertad e independencia. Destaco la película La emperatriz rebelde (Corsage, 2022) de Marie Kreutzer, donde se cristaliza esa visión más oscura de la emperatriz obligada a serlo —en realidad estaba pactado el enlace con su hermana Helena, pero Francisco José se encaprichó de ella al verla tan cambiada y bella—, enfocada en la madurez de sus cuarenta años, su ansia de vivir fuera del encorsetamiento y de la institución del matrimonio, presa de la soledad, incomprensión, desatención del marido y sucesos dramáticos como la muerte de su hija pequeña; doblegada por la presión de Sofia, un corazón que no pertenecía a Viena y que cada vez lo hacía más cercano a Hungría u otros países como Grecia, adonde viajaba constantemente. Una visión ensombrecida sobre su figura, enriquecida por su inteligencia y cultura, salpicada por algunas licencias como su relación con el inventor de imágenes en movimiento Louis Le Prince, y anacronismos en cuanto a la música, el final o aspectos de su vida cotidiana que la contextualizan en un marco más independiente y moderno tal como ya avanzó en Sofia Coppola en su bastante desafortunada María Antonieta (Marie-Antoinette, 2006).
Y llegamos al singular ángulo de visión de la directora Frauke Finsterwalder, la cual construye Sisi y yo como una reinterpretación un tanto salvaje del mito de Sissi, que ella misma admite que camina por los márgenes de los hechos históricos. Nos narra la historia ficticia desde el punto de vista de la condesa húngara Irma (basada en sus diarios recogidos en un libro), que empieza su nuevo trabajo como dama de honor de la emperatriz Elisabeth-Isabel de Austria-Hungría en la isla de Corfú, Grecia. Este título, con una “ese” nada más, se podría leer como una paronimia del ‘Sissi’ clásico, pues en este caso la figura de la emperatriz se halla encumbrada por un tratamiento algo parecido a una estrella del rock de su época. Muy alejada de la imagen rebelde pero sumisa de antaño, sino retratada con los ojos de ahora, con el poder femenino adquirido con los años que le dan voz propia, la que no pudo tener en su tiempo.
Quizá ese enfoque tan impetuoso sea lo que me haya apartado de la película que, desde su inicio poderoso, incurre en escenas que rozan lo ridículo y caricaturesco, aderezadas con un humor que no me acaba de convencer, pues existe un discurso que cae un poco en lo pretencioso, por más que sepamos que es una versión libre de la mirada de la condesa que convivió con ella los últimos años de vida de la emperatriz. Las pruebas físicas excéntricas a las que es sometida Irma a su llegada a la isla, así como las rarezas de la emperatriz, me resultan demasiado subrayadas. Si bien quieren reflejar la obsesión por el ejercicio de Elisabeth, por un peso que no debía sobrepasar los cincuenta kilos adoptando un modo de vida de autocastigo (de lo escaso en que tenía capacidad de decisión) para demostrar el nivel de autoexigencia a que se sometía, no termina de cuajar. Así como ese feminismo extemporáneo en boca de la dama de honor y de ella cuando mantienen largas conversaciones fruto de la gran amistad e intimidad que hubo entre ambas. Sí, son situaciones ficticias, es una visión muy particular de la directora, pero quedan un poco forzadas, aunque el objetivo sea muy loable en cuanto a la reivindicación del poder femenino, su capacidad de elección vital y ansias de independencia fuera de las imposiciones tradicionales y patriarcales. Me ocurre lo mismo con las concesiones que hace a la inclusión de temas metidos quizá con calzador como lo ‹queer› en algún personaje y situaciones, así como la alusión a temas que anticipan el veganismo con ese comentario sobre hacerse vegetariana tras su paso por un mercado de carne de Argel y la mirada al trato a los animales. Asimismo, existe demasiado énfasis en la negación a lo masculino, a la maternidad, en una casa donde «no está permitida la entrada a hombres», no toleran las relaciones o el contacto físico con ellos, y el trato despectivo a un joven amante con el que paga su desamor. En ese sentido, se encuentra lo excesivamente grotesco y caricaturizado de la escena escatológica de Francisco José sometido a una purga con aceite de ricino sin tener conocimiento de ello (si bien la escena de la violación en el lecho conyugal lo justifica).
Pero también tiene esta película elementos destacables como una impecable factura visual y de puesta en escena, estando muy cuidadas las localizaciones, la iluminación, el diseño de interiores y el de vestuario. Sí me agrada esa huida de los vestidos con miriñaques enormes y la búsqueda de ropa intemporal, más moderna y menos encorsetada (aunque la alusión al corsé que le marcara 47 cm está muy presente, corsé que ahoga física y psíquicamente). Son muy acertadas las atmósferas del micromundo creado al margen para ella en Corfú, hecho a su antojo, repleto de animales exóticos, decoración griega y jardines íntimos que proporcionaran la tranquilidad necesaria para una mujer con inquietudes literarias, constantemente en desequilibrio, juzgada, manipulada, que la hacían no tener asiento, huyendo de Viena y de sus hijos, a los que no dejaban educar por su carácter voluble producto de la imposición a que era sometida. Agrada ver el cambio de luz cuando tiene que volver con su marido, esa oscuridad en la ropa y en las salas que la sumen en una nueva depresión.
Igual que en La emperatriz rebelde (2022), o quizá más enfatizado, escuchamos el anacronismo en forma de música moderna que remarca el carácter indómito de la emperatriz, su rabia y la necesidad de ese reducto edificado donde respirar libertad, independencia, irreverencia, cultura y amistad femenina hasta el fin. Porque también esta película es un canto a la amistad, a la fidelidad y lealtad de la dama de honor, que somatiza ese estilo de vida tan espartano, tan exigente, que se mimetiza con ella por amor hasta el final, permeándose con ese presagio sobre un arma afilada que le cuenta una mujer mayor a Sisi de pequeña y que hace suyo.
Porque si otro elemento novedoso posee esta historia es el final, mutado y enfocado a la relación estrecha entre las dos amigas en torno a ese lago suizo que vio morir casi sin darse cuenta a la emperatriz, que ya no quería ser reconocida bajo un velo negro que le tapara un rostro sin la frescura de antaño.
Impecable resulta el trabajo de las dos actrices, destacando la perseverancia y comprensión de la Condesa Irma, interpretada por Sandra Hüller (famosa por sus roles en La zona de interés y Anatomía de una caída), que ya había trabajado con la directora anteriormente, y el de Susanne Wolff como la emperatriz, aportando con contundencia todas sus capas y matices.
Historia de una mujer errante, inconformista, afligida, sometida y adelantada a su tiempo. Este último aspecto es el que ha propiciado su visión atemporal y la invención de un personaje a modo de pieza descolocada en un puzle en esta irregular película.
Podéis ver Sisi y yo en Filmin:
https://www.filmin.es/pelicula/sisi-y-yo
Profesora de Secundaria. Cinéfila.
“El cine es el motor de emoción y pensamiento”