«Malvado, obsceno, ignorante, horrible, viejo, sórdido, grosero, abominable, fétido, lamentable, desagradable, detestable, gilipollas, de mente estrecha y sin alma». Con estas palabras, el protagonista de Sinónimos (Synonymes, 2019), define de una tacada sus impresiones sobre el estado de Israel. Un ejercicio de mirada no basada tanto en el auto odio nacional como en una perspectiva que quiere ser de un nihilismo sarcástico. Un recurso con el que Nadav Lapid pretende asentar el tono de su film. Curiosamente que el experimento le salga mal no deja de estar exento de cierta ironía perversa: su fracaso con la forma se ve recompensada de alguna manera con el triunfo que da la precisión del fondo. O dicho de otra forma, no hay mejores palabras para definir el resultado de su obra (bueno, quizás pretencioso también serviría) que las expuestas al principio.
Hay algo sin duda repulsivo tanto en el protagonista como en la historia y su forma de ser narrada. Algo que nos remite al peor Godard posible, ese que se encanta de haberse conocido y que hace de su narración y de sus trucos formales un mero ejercicio de narcisismo. Lo peor de todo ello es que ni siquiera hay una intención de empastar un cuerpo fílmico que sirva ni que sea de excusa para dicho ejercicio, al contrario. Lapid dispara sin ambages desde el primer fotograma, su intención de crear un producto que, suponemos, quiere ser incómodo y retador y acaba siendo indigesto y exasperante.
Así, entre diatribas antipatrióticas, divagaciones homéricas, paseos arriba y abajo de París y flashbacks digresivos, uno acaba por empezar a reflexionar sobre el tiempo (el que le queda para acabar a la peli) y de cómo algo tan interesante como un alegato sobre la pérdida de las raíces y la asunción de una nueva identidad (sea nacional o no) puede acabar convirtiéndose en una especie de juego metaintelectual que actúa como sinónimo de pérdida de rumbo fílmico absoluto.
Sin embargo, y curiosamente también igual que Godard, Lapid vuelve a mostrar su pericia a la hora de introducir momentos musicales a modo de intermisión disfrutona. Si en The Kindergarten Teacher el Bailando de Paradisio ponía un contrapunto festivo al momento álgido del drama, aquí el Pum Up The Jam de Technotronic eleva por momentos la película hasta desconectarla del tedio y casi desear que, aún siendo un sinsentido, todo continuara en la misma dinámica.
En definitiva, Sinónimos acaba siendo poco menos que una tortura post-“godardiana” cuyos objetivos exploratorios y de exorcismo de redención personal autobiográfica son tan prístinos como ineficaces. Quizás, las últimas palabras de la retahíla de sinónimos son los que mas se ajustan al resultado final: un film corto de miras y tan embelesado en la importancia de su mirada y su “genialidad” que acaba siendo un recipiente vacío, con ausencia total de alma y, en cambio, exceso de ego. Y lo peor de todo, si realmente nos preguntamos qué nos han contado la respuesta no es “no lo sé”, la respuesta es ¿a quién le importa?