Una oferta de una nueva y mejor vida al otro lado del charco. Una madre que simplemente espera una mala noticia. Dos actos que se relacionan estrechamente gracias a la mirada cercana y acusadora de la directora Fernanda Valadez, que ha desarrollado la idea con la que partía en su corto 400 maletas hasta dejarnos con la boca seca y sentimientos encontrados a base de gotear constantemente un coraje prácticamente invisible a través de su protagonista.
Es esa madre, una mujer de una región pequeña de la que no tenía intención de salir y de la que muchos prácticamente han huido ante la búsqueda de algo más grande, más luminoso, más lucrativo… algo que esos muchos creen mejor, y que se encuentra al otro lado de la frontera entre México y Estados Unidos. Esa madre que vio cómo su hijo se marchaba y que, pasados unos meses, no ha tenido ninguna noticia de su paradero. Esa madre que fortuitamente, se va a resistir a las olvidadizas grandes burocracias que igualan desaparición con muerte, y que tapan de un modo u otro la verdadera tortura en la que se convierte esa huida vertical.
Magdalena, una madre más, pero una en la que nos vamos a centrar harmoniosamente, es una mujer calmada, reservada y capaz de mirar al frente. Solo la necesidad de ubicar a su hijo, la verdad sobre su destino, hará que viajemos junto a ella en un largo y ahogado viaje por carretera en la que amaneceres, atardeceres y largas noches se sucederán a sus espaldas. Como un contraste necesario a la franqueza de esta mujer, reflejo de lo que muchas madres sufren en ese pasadizo desconocido, encontramos manos, rostros cortados o paredes parlantes que dan forma a ese silencio con el que, alejados de las autoridades, se encuentra quien indaga en la verdad. No hay una imagen precisa de quien pueda ayudar, quien pueda hablar con claridad de lo que realmente ocurre. Es la forma en que Valadez sitúa las barreras silenciosas de una verdad por todos conocida que no se pronuncia.
Ella sigue adelante, se acoge a lo poco que puede rascar del anonimato y va gestando un camino directo a su propia verdad. Un superviviente, un posible lugar donde encontrarlo. Ideas vagas que sin embargo nos demuestran la fortaleza de una historia mínima y sincera. Hay mucho silencio, que no hace más que influir en nuestros terrores más humanos, poniéndonos en alerta ante lo inhóspito de su camino. También encuentra caras reconocibles, personas que también saben de miedo y dudas, que recomponen la intención de esta madre por conocer un final sobre el paradero de su hijo. Es aquí donde humanizamos la pérdida, donde conocemos la fabulación que ofrece el miedo a través del relato del viejo con el que pudo coincidir su hijo, donde el diablo y el hombre se funden en un mismo cuerpo, donde resolvemos el camino inverso cuando ese glorioso futuro al otro lado se desvanece. Todo forma parte de un mismo problema, al que la directora no le busca una solución, solo plasmar una realidad ficcionada, y tremendamente sincera.
Esa sequedad de boca se transforma en tristeza, al conceptualizar una nueva forma de desesperanza y supervivencia a través de los apagados ojos de Magdalena que observa y retiene todo aquello con lo que se encuentra en este extraño camino hacia un final. Sin señas particulares nos habla de desconocidos y silencios, dos motores que mueven esa vía alternativa por donde llegar a un supuesto Santo Grial, ese que no llegamos a pisar, ya que sus puestas son poco más que un infierno terrenal para una madre, para un hijo, o para quien se atreva a dejarse ver sin intención de pasar desapercibido.