Para Monia Chokri, el amor, al igual que el cine, es un juego. El amor, o el deseo, la pasión, lo carnal. Y es que resulta difícil establecer un linde acerca de dónde termina una cosa y dónde empieza la otra, algo que la cineasta canadiense explora convenientemente a través de pequeños extractos de esas clases donde Sophia enseña a sus alumnos. La protagonista del film, vive felizmente (en apariencia) una relación con Xavier; ese vínculo, sin embargo, desliza algunos contrastes que, sin llegar a perturbar en ningún momento el día a día de la pareja, ofrecen señales discordantes, mostrando de paso una cierta distancia —dibujada con perspicacia por Chokri en esa conversación entre ambos personajes justo antes de ir a dormir, escindida por las paredes de la casa donde conviven— que bien podría ser la forma que han elegido vivir dicha relación, o quizá el inicio de aquello que está por venir. Sin embargo, la autora de La femme de mon frère no parece estar tan interesada en cuáles son las causas que podrían llevar a Sophia a elegir terminar con su particular idilio, ni si en realidad existen dichas causas: la exploración de los cauces que puede tomar un nexo afectivo, y qué hay de real en tal nexo, forman un arma de doble filo para dar pie a un film en el que no hay trampa ni cartón, no existen coartadas, sólo los estímulos pertinentes para precisar la reflexión más visceral, que no es otra que hasta dónde llegan determinados impulsos, y si estos constituyen la base desde la que forjar realmente algo más que aquello que impele la fisicidad y el deseo. Es, de hecho, otra escena —en lo formal, la cineasta no da puntada sin hilo—, aquella donde Sophia presenta a Sylvain a su pareja, Xavier, la que desde un ligero detalle visual oculta el rostro de Sylvain tras el espejo retrovisor de un vehículo, mientras el cuerpo de este se interpone entre Sophia y Xavier: un pequeño gesto mediante el que hacer que esa separación se sostenga a raíz de un rostro despersonalizado que no sabemos si es algo más que una tentación, un aliciente desde el que explorar nuevas vías, o si constituye algo mayor para la protagonista, un nuevo comienzo o el encuentro de una felicidad que quizá no alcanzaba en su periplo con Xavier.
Destaca, pues, en Simple como Sylvain, ese continuo juego —como comentaba, mediante los elementos visuales que introduce Chokri, sean en forma de ‹zoom›, ‹travelling› o incluso rupturas de eje— que entabla una dialéctica que va mucho más allá de los distintos diálogos que se suceden a lo largo y ancho de metraje, pues en ellos encontramos matices que confieren forma al conjunto, pero que se concretan en los diversos estímulos que la canadiense va propagando a lo largo del relato, siempre sirviéndose de una herramienta tan comúnmente olvidada en este tipo de propuestas. No estamos, de este modo, ante lo que se podría asumir desde un principio (en ese chica llega a un entorno rural, conoce a lugareño e inicia un tórrido romance) como una comedia romántica al uso; de hecho, y si bien el film contiene algunos de los ingredientes que solemos encontrar en ella, se desvía tomando bifurcaciones que la alejan de esa naturaleza las veces complaciente y ciertamente volátil. Cabe destacar, en ese sentido, que el conflicto no existe en Simple como Sylvain, y todos aquellos objetos que podían suponer un escollo en el amorío que entablará Sophia con ese tipo franco, directo e indómito, son sorteados por la cineasta con firmeza: ni la relación con Xavier hará dudar a la protagonista —de hecho, su confesión acerca del idilio que sostiene será lo más llana posible—, ni la procedencia (y estatus social) de Sylvain la llevarán a titubear —aunque desaten, por el camino, alguna que otra contrariedad—. El nuevo trabajo de Chokri, que obtendría el Cesar a Mejor película extranjera —ante contendientes como Fallen Leaves y Perfect Days—, dispone así las piezas necesarias para que su particular introspección se mueva en otro ámbito, rehuyendo ciertos tropos del género y, ante todo, ofreciendo los incentivos necesarios como para encontrar algo más que un jugueteo que, por otro lado, también obtiene; ello no resta una profundidad notablemente recogida en ciertos segmentos —sobre todo, en esa certera secuencia final—, y la posibilidad de otorgar un vehículo desde el que dar lugar a la reflexión, encontrando casi siempre un balance adecuado donde, con inteligencia, Chokri permite que sea el espectador quien alcance sus propias conclusiones.
Larga vida a la nueva carne.