A través de algunos de los primeros planos de Simón nos sumergimos de lleno en una ciudad, Miami, donde el protagonista del debut de Diego Vicentini tras las cámaras intenta subsistir lejos de su Venezuela natal, de la que se ha visto obligado a huir debido a circunstancias políticas. El cineasta genera con esas estampas un contraste que nos aleja de cuantos referentes podamos tener del cine de su país, y lo hace bañando cada encuadre en una pulcritud y una elegancia que parecen huir de esa aspereza y suciedad que hemos percibido en no pocas ocasiones en el cine venezolano. Su cometido, seguramente el de generar una distancia y, con ello, encontrar una suerte de bastión en el que resguardarse por parte de Simón, a la postre un estudiante implicado en revueltas y alejado de su hogar por todo lo que allí acontece, dota al film de un revestimiento de lo más sugerente al considerar esa nueva urbe en la vida del protagonista un modo de poder vivir lejos de la represión que se ejerce en su país. Así, y lejos del debate moral —que Vicentini también establece mediante una suerte de ‹alter ego› en la figura del mejor amigo de Simón, Chucho— y del trasfondo psicológico —al que confiere profundidad la interpretación de un certero Christian McGaffney acompañado por un destacable trabajo de planificación y montaje—, el realizador encuentra en las soleadas y fastuosas calles de la ciudad estadounidense el punto exacto desde el que acometer un relato donde lo discursivo encuentra un reflejo en pantalla en mayor o menor medida.
De hecho, y si bien sorprende la estilización de esos planos en Caracas durante los disturbios —adornados con ralentíes para la ocasión—, lo cierto es que Vicentini parece tener claro que ese contraste del que hablábamos al principio debe existir, hecho que dispone desde los distintos ‹flashbacks› que irán narrando la historia del protagonista aún en Venezuela, disponiendo así quizá los mejores momentos de la propuesta, afilando una reflexión sobre el estado de las cosas —y es que quizá lo mejor de todo (o lo peor) es que su parte discursiva se puede extender perfectamente a otros ámbitos o incluso países— que encuentra en su dialéctica una de sus mayores bazas, pero ante todo no pierde la perspectiva en un solo instante: al fin y al cabo, estamos ante un film de denuncia que tiene claros sus objetivos, y que si bien emplea consignas alejadas del habitualmente llamado mal cine social o político, no pierde el foco nunca, obteniendo de este modo una eficacia que va más allá del desempeño dramático de la propia obra —aunque se deba destacar que este obtiene alguna de las secuencias más logradas de Simón—.
Puede que la ópera prima de Vicentini posea virtudes suficientes como para que el contenido no quede en agua de borrajas y permita constituir al cineasta algo más que una denuncia, también un libro de estilo propio. No obstante, en su debe quedan ciertos recursos que terminan siendo más una treta que otra cosa e incluso un intento por dotar de cierto revestimiento de thriller que se siente un poco fuera de lugar —siendo quizá esa secuencia de búsqueda emprendida por Melissa a lo CSI o el momento del trastero—, aunque llegue a funcionar parcialmente por la forma de medir y reflejar la tensión dentro del relato. Pese a ello, Simón supone una digna primera piedra de toque de un cineasta cuya predilección por lo visual arroja los alicientes y aciertos suficientes como para que, puliendo ciertos detalles o trabajando en esas mixturas un tanto fuera de lugar —quizá en busca de una crónica más vibrante y emocional—, estemos ante un autor al que seguir los pasos, tan capaz de condensar las claves de un cine político directo y sin ambigüedades como de erguir un contexto dramático sin que este se sienta impostado o una mera comparsa al son de lo realmente importante.
Larga vida a la nueva carne.