Los recuerdos de Simon son cuadrados y caben en 6 pulgadas como las de su celular. Los sueños también porque se trata de un protagonista adolescente que ha conocido el móvil como ventana al mundo consciente y el onírico: El de su hermana Mariana, una mocosa que solo le crea responsabilidades. Bernardo, ese padre ausente que trata de ser el amigo en cada visita. Rita, su madre, volcada e intransigente con ellos. O Miguel, amigo desde la infancia que sueña en viajar a ese paraíso para los dos, llamado América. Todos son ensoñaciones y vivencias mientras crecen en un mundo que orbita alrededor de Lisboa, en una pequeña localidad desde la que Simon nunca llama por teléfono a nadie.
Una de las diez óperas primas que formaron parte de la sección Talents en el reciente D´A Film Festival de Barcelona, en su edición de 2021, provenía de Portugal. La directora es Marta Sousa Ribeiro, también guionista del film y montadora junto a Tiago Simões. La cineasta lisboeta trabaja como productora en cortos, largometrajes y televisión desde 2013, además de haber dirigido en ambos medios, razón que avala su soltura narrativa para yuxtaponer las tres épocas que abarcan el crecimiento de Simon Langlois, protagonista de Simon chama, un melodrama ligero equilibrado entre la comedia y tragedia de la cotidianeidad, en el paso desde la pre-adolescencia hasta la proximidad de la edad adulta en el joven.
La virtud principal del largo juega a favor y en contra de su propio atractivo, ya que consigue un tono anímico similar al de la personalidad adolescente con sus dudas, desinterés, titubeos e idealización de lo desconocido. En este caso Simon deambula por la localidad en la que habitan fuera de la capital y observa la vida siempre desde la ventanilla del coche durante los trayectos con su madre al colegio, desde su ordenador portátil que le sirve para mirar videos, o el móvil que utiliza para escribir mensajes y en pocas ocasiones para mantener llamadas telefónicas. Por esta razón la planificación que otorga a las peripecias vitales del joven en su entorno familiar, se acomodan a escalas medias, primeros planos y algunas composiciones de grupo con la madre, el padre y la hermana pequeña. Mientras tanto, las secuencias en las que Simon comparte vivencias con su amigo Miguel, las escenas abren el campo hasta los planos generales del silo en el que se refugian para fumar o paisajes naturales por los que se muestran más liberados, a cielo abierto, empeñados en fugarse a Norteamérica, probablemente, aunque la llamen América a secas. La cámara los sigue desplazándose en esas escenas que dinamizan la rutina de espacios domésticos o funcionales interiores de los segmentos familiares.
El acierto de la directora es alternar los recuerdos del chico al mismo tiempo que sus sueños, fundidos en el marco cuadrado y la textura fotográfica del Super-8 o el 16 milímetros. Los formatos como evocación de la añoranza y el pasado. Porque la épica en Simon chama está más próxima a la forma que al fondo, una epopeya vital breve pero rodada a lo largo de cinco años, en tres períodos diferenciados: del año 2015 al 2016, tras un breve paréntesis desde 2017al 2018 y terminando por el 2019. Las imágenes evidencian el cambio físico en los personajes, multiplicados por los saltos temporales mediante ‹flashbacks› y vueltas al presente. Esta ventaja del tiempo recobrado en imágenes convierte un largometraje de tratamiento cercano al documental en una obra más interesante como muestra de ficción juvenil.
El final es tan abierto en el vaivén personal de Simon ante un futuro junto a su padre en Francia, como concluyente en su incertidumbre. Hay motivos para pensar en una continuación que abarque a un Simon adulto, pero todo depende de la garra que le otorgue un público joven al que puede ir más destinada la producción en esta revisión de la adolescencia sin la mítica mirada de Los 400 golpes de Truffaut o la truculencia de Ken Loach en sus Sweet sixteen. Los tiempos cambian y las historias también.