La Navidad. Ese periodo del año abonado a los buenos propósitos y a los buenos sentimientos. Amor, paz, familia, conceptos que se repiten sin cesar y que tratan de enmascarar, no olvidemos, el consumo desenfrenado de esas fechas. Días pues de impostura, de cierta perversión del mensaje original y de una hipocresía de niveles tan elevados que incluso llevan a censurar, bajo el epígrafe del amargor cínico, la posibilidad de criticar dichas festividades.
El cine, como no, también ha encontrado terreno abonado para este despliegue de azúcar en lo que se podría considerar ya un subgénero: las películas navideñas. Películas que abordan desde una perspectiva, a menudo coral, amores, conflictos menores y otros asuntos que podríamos llamar dramitas del primer mundo y que siempre, gracias a la bondad del espíritu navideño, se resuelven favorablemente. Ejemplo paradigmático podría ser Love Actually, hasta el punto de que la Navidad se da prácticamente por inaugurada o bien con su anual pase televisivo o cuando suena su tema icono All I Want for Christmas is You.
Claro está que, desde un perspectiva de género, también se han realizado films cuyo objetivo es subvertir personajes tradicionales como Santa Claus, pero siempre dando la impresión de que no se ataca lo institucional de la tradición sino más bien que se busca un giro puntual o hacer una broma pesada que, por sangrienta que sea, no ataca al núcleo duro del significado navideño.
Silent Night, de alguna manera, viene a ser el punto de encuentro de estas dos tradiciones. La reunión coral de amigos y familia con el cine de género, concretamente en este caso el de catástrofes y apocalipsis. En Silent Night son fácilmente reconocibles los tropos habituales en la comedia británica: pullas, bromas más o menos pesadas, secretos que salen a la luz de forma dramática (pero no mucho) y muchas reconciliaciones y celebración de la amistad. De hecho, sería un filme de Navidad más que notable incluso si se despojara de su giro genérico.
Pero el mero hecho de plantear una noche como la última noche antes de la extinción y la solución que se expone en ella permite al film de Camille Griffin explorar multitud de temas de forma orgánica y natural. No se trata de plantear disquisiciones existencialistas o trufar el metraje de discurso político, sino más bien de, muchas preguntas, algunas respuestas y, sobre todo, una visión bastante ajustada de las reacciones dispares ante el evento que no caen ni exageraciones, ni en catastrofismos emocionales exagerados. Es decir, el drama funciona en tanto somos capaces de empatizar e incluso reconocernos en sus personajes.
La emoción surge pues de forma instintiva, tanto en su vertiente de comedia (no tan negra como quisiera, por más hipérboles situacionales que añada) como en su vertiente más dramática, consiguiendo el propósito de dejar al espectador tan conmocionado, tan exhausto como los protagonistas de la película. Silent Night funciona en tanto que no solo es una experiencia cinematográfica bien diseñada y ensamblada sino que invita de forma no forzada a la discusión, al debate posterior y, sobre todo, a dejar un espacio y un ámbito de reflexión tanto intelectual como emocional.