Teniendo en cuenta que estamos ante una película basada en el reposo, en una contemplación de lo aparentemente idílico que esconde capas de suciedad debajo, su juego queda quizás descubierto demasiado pronto. O, dicho de otra manera, la sutileza, que debería ser una de las principales bazas de la obra, brilla (bastante) por su ausencia. Cierto es que descubrir el juego de intenciones, prácticamente desde la primera escena, funciona en tanto que su directora (y protagonista) Agnieszka Woszczynska consigue ponernos en situación y dibujar perfectamente a sus personajes con muy pocos trazos de cámara. De hecho, a pesar de lo soleado y luminoso del paraje donde se desarrolla la acción hay ya desde el inicio la sensación ominosa de que algo está mal, de que alguna cosa terrible va a suceder.
Silent Land pues se posiciona como un film sobre la explotación, sobre una lucha de clases soterrada, el lado oscuro de la sociedad bienestante, como el turismo no es más que un escaparate del infierno social que viven aquellas sociedades que dependen de él y de cómo la connivencia capitalista con los poderes públicos puede ocultar crímenes terribles. Pero también es una obra que nos haba de la culpa, o mejor dicho, de cómo esta aparece y es relegada en pro de la seguridad personal, de la justificación banal al respecto de la diferencia social. De cómo ser un blanco rico otorga privilegios que permiten casi relegar a otras personas a la condición de subhumanos sin derechos. Una forma de nuevo fascismo social que se oculta bajo la amable fachada de los derechos humanos teóricos pisoteados por el status que otorga la capacidad económica.
Lo más paradójico de todo ello es que, una vez sentadas las bases del discurso, que curiosamente se construye a través de esos silencios, de esa especie de omertá turística, acaba por convertirse en un film demasiado dialogado. Hay una necesidad explicativa constante al respecto de lo que está sucediendo y de lo que piensan y sienten sus personajes cuando quizás el film hubiera funcionado mejor a través de una mayor abstracción, de dejar que las imágenes respirasen, que hablaran por si solas. Y es que, ciertamente, no se puede negar, que estamos ante un ejercicio de estilo, una plasmación poética de lo terrible pero donde hay un atrevimiento temático en la denuncia falta más arrojo en lo formal, demasiada inclinación a la prosa, demasiada descripción del infierno en lugar de mostrarlo tal cual, sin paliativos.
Es evidente que entendemos lo expuesto, que el dibujo de unos personajes absolutamente despreciables y que la denuncia de la inhumanidad que se esconde tras la voracidad del turismo asequible queda perfectamente descrito, pero cuando todo queda plasmado en su primer (y mejor) tramo, el resto parece un carrusel sobreexplicativo, atorando unos acontecimientos que parece que no avanzan. Incluso ahí, es una oportunidad pérdida de recrear una especie de bucle, de trampa de la mala consciencia de la que no hay salida. Sí, Silent Land se queda en una narrativa de apariencias, en un film que toca temas sensibles desde una perspectiva que quiere ser arriesgada pero no lo es tanto como quisiera. Una película correcta y apreciable pero que deja el regusto de pensar que podía haber sido algo más atrevida.