Sidonie en Japón (Élise Girard)

«Los fantasmas nos ayudan a vivir.»

Entre tantas íntimas confesiones existenciales de amargura y soledad, es precisamente la que antecede a estas líneas, aquella que no pronunció nuestra protagonista, sino su entregado editor japonés, Kenzo (el muy atractivo Tsuyoshi Ihara), mi elegida. Condensa tanto como emborrona los caminos introspectivos de recuperación personal que nos cuenta la directora francesa Elise Girard en su última encantadora película. Aunque en mis particulares elucubraciones haya otorgado un protagonismo inaugural al héroe compañero del periplo —que, por otro lado, se reivindica desde su identificación de la referida enunciación con el modo de sentir de sus compatriotas—, en esta historia no cabe lugar a dudas sobre quien es el personaje esencial.

Nuestra Sidonie, en la piel de la mítica actriz francesa Isabelle Huppert —ya volveremos sobre su presencia en el film, porque obviamente resulta ineludible— es una exitosa escritora francesa, triste, melancólica y abatida —así nos la presenta la cineasta en unos pocos trazos serenos y armoniosos en la intimidad silenciosa de su hogar—. En su deambular quejumbroso, está ultimando los últimos detalles de su maleta para poner rumbo al reino del Sol naciente. Ente tanto hastío, recibió una carta del agente en Tokio —no nos olvidemos que Girard ya había rondado supuestamente por aquellas tierras en su potente película Belleville Tokyo—, tan entregada, tan persuasiva, escrita en su lengua materna, que se decidió a poner miles de kilómetros de por medio para acudir a unos cuantos homenajes en torno a su muy celebrada —y lejana en el tiempo— primera novela.

Desde esos primeros compases en Paris, hasta su hermoso viaje de descubrimiento e indagación en el país asiático, el tratamiento atmosférico y la composición formal de la propuesta de Girard nunca va abandonar ese transcurrir calmo, intimista, algo ensimismado que, en su vertiente de indagación en el escenario nipón de nuestros días desde el punto de vista del forastero occidental, puede recordar a mi película adorada de Sofia Coppola sobre las pérdidas inevitables de la traducción —aunque, reitero, Kenzo habla francés—. En territorio cinematográfico netamente japonés, también hay unas cuantas maravillosas secuencias de la pareja protagonista en coche por la urbe, que aunque con un cierto estatismo característico y especial, a mí me han hecho rememorar otra magnífica obra contemporánea, Drive My Car. Y por descontado, en un sentido integral, las soluciones de puesta en escena de la cineasta francesa homenajean a los más fascinantes senséis del cine —dícese, especialmente, Yasujirō Ozu—.

Y así, entre entrevistas, presentaciones y talleres de lectura con sus admiradores, una intimidad dramática y sanadora irá floreciendo entre Kenzo y Sidonie, como los vistosos y deslumbrantes ‹sakuras› en flor rosada que la directora introducirá en no pocas ocasiones para circundar la paulatina aproximación de sus enamorados en progresión. Pero la disrupción acontece cuando la presencia espectral del mismísimo difunto marido de toda una vida, Antoine —aquí también resulta inevitable recuperar con una sonrisa el romance imposible de la señora Muir y el capitán Gregg en el clásico atemporal de Joseph L. Mankiewicz— comience a hacer acto de presencia en su habitación del hotel, en la bañera o en el mismo recurrente asiento trasero del vehículo que los ha venido trasladando de evento en evento, hasta el punto de obligarlos a apretujarse la una contra el otro, en una de las estampas más divertidas y conmovedoras de la película. Y aunque las diferencias en las relaciones originarias de unos y otros personajes son innegables, es curioso que ambos entrañables seres del más allá intercedan para empujar a sus respectivas ‹partenaires› hacia la vida plena y el amor “inter-vivos”. En este sentido, no puedo dejar de destacar ese instante culminante, onírico, mágico y fantasioso, en el que el beso que comenzó el hombre del pasado queda sellado por el hombre del presente, en un recorrido de cámara de casi 360 grados alrededor de sus amantes, que Girard vuelve a enmarcar en esa preciosista iconografía de los cerezos japoneses, tantas veces contemplada en el deslumbrante legado cinematográfico nipón.

Para terminar —ya lo dije—, solo cabe señalar que las virtudes de la propuesta de Girard escalan unas cuantas alturas, por la magnificencia interpretativa de una mujer pequeña, pelirroja, preciosa, que a estas alturas es un icono sin parangón del cine autoral. Isabelle Huppert imprime a su derrotada creadora el aura de la brillantez. Diría que está maravillosa, desplegando su idiosincrática impasividad apasionada, y reivindicando con contundencia las oportunidades vitales en las etapas tardías de la existencia, así como el poder salvador de la escritura y de la creación en general —ya lo dijo François Truffaut, y yo lo mantengo, «El cine me salvó la vida»—. Una nueva e ilusionarte aventura, que a medio camino entre Oriente y Occidente, entra las culturas antagónicas y las personas semejantes, entre el drama y la comedia, permite volver a desear, volver a vivir.

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