En apariencia, Sick Nurses es otra hija putativa de esa nueva ola de terror japonesa que se inició allá por los tiempos de Ringu, la seminal película de Hideo Nakata que desencadenó la fiebre por los fantasmas vengativos de largo pelo negro cubriéndoles el rostro. Pero, aunque el motor narrativo sea una venganza ‹post-mortem›, y aunque la ultrajada fantasma que da matarife al reparto responda en gran medida a ese patrón estético que comentábamos (y aún más: aquí el pelo no es sólo un elemento ornamental presto a alimentar el mal rollo del espectador, sino también un arma mortal en sí mismo), lo cierto es que poco tiene que ver con ese terror sobrio, pausado, de gran frialdad expositiva que gente como Shimizu, Kurosawa o el citado Nakata convirtieron en nuevo paradigma estético del horror japonés. De hecho, podría decirse que Sick Nurses constituye una perversión de todos sus elementos más definitorios: el ritmo es rápido y vivaz; el tono, irónico, mordaz y ligero; su plasmación estética, barroca y juguetona. Si películas como Ringu o La maldición pretendían configurar, a través de un férreo formalismo, un cine de terror de pulsiones casi existencialistas, Laoyont y Siriwiwat apuestan descaradamente por la diversión y la mala leche.
También estéticamente toman un camino opuesto: dando prácticamente la misma importancia (esto es, muchísima) a la forma, prefieren ampararse en una dimensión estética de fuertes connotaciones surrealistas, dominada por una puesta en escena que parece aplicar los colores del inconsciente del cine de Argento y Mario Bava a una superficie arquitectónica ligeramente “lynchiana” (esos pasillos siempre vacíos, de baldosas blanquinegras y cuadriculadas, extrañamente iluminados), configurando ‹set pieces› de horror marciano y abstracto. En su afán estético, desprecian sin miramientos el componente argumental, reducido a su mínima expresión. En cierto sentido, la película podría funcionar incluso vaciada de todo contenido, porque su interés radica en ver cómo ambos directores, jugando con los códigos del género, logran materializar fantasías privadas transformándolas en celuloide sexy, violento y tronado; más que una historia siguiendo una progresión natural (aunque también exista), el espectador parece asistir a un encadenado de viñetas malévolas cimentadas sobre el humor negro y el ‹slapstick› sangriento. No hay realismo psicológico, las enfermeras son una suerte de caricaturescas pin-ups dispuestas a morir de modo estrambótico (la película contiene algunas de las muertes más extrañas que recuerdo) únicamente para el disfrute de todos nosotros. Siguiendo esta idea, Sick Nurses estaría mucho más próxima al espíritu de la adaptación cinematográfica del videojuego Silent Hill (oda raruna y descompensada al horror en su forma más desnuda, amplia y “lovecraftiana”) que a cualquier título oriental de la pasada década. Incluso, en su combinación de delirio narrativo y pátina visual onírica, podría ser una descendiente exótica y tardía de los deliciosos y absurdos retablos fantásticos de los Argento y Fulci de Inferno y El Más Allá, respectivamente.
Entre medias, Laoyont y Siriwiwat se permiten insertar comentarios satíricos sobre esa cultura de la imagen que domina nuestro presente. Bulímicas, narcisistas, fanáticas de la moda y adictas al deporte componen el grupo humano obsesionado —tiranizado— por la búsqueda de la perfección física, objetivo al que no es ajeno el protagonista masculino de la función, ese cirujano homosexual alrededor del cual giran, como satélites, las estúpidas gacelas que el fantasma de turno irá liquidando maliciosamente (un poco a lo Freddy Krueger en su forma de convertir vicios privados en irónicas fuentes de castigo). Este espíritu satírico se extiende también a la concepción del matrimonio y, más en general, al modo en el que chocan tradición y modernidad en el nuevo mapa social tailandés donde, pese a la naturaleza abierta de la cultura tailandesa en materia sexual, todavía existe una cierta controversia en lo referente a los roles sociales y su función dentro de determinados estamentos tradicionales (matrimonio, etc.). En este sentido, la idea de desgajar el relato en pequeños flashbacks, lejos de resultar fallida (como inicialmente pensé), acaba teniendo bastante sentido, pues sabe manejar con habilidad el suspense de la historia hasta hacerla desembocar en un plano final memorable y bizarrísimo. Todo muy loco y, si se piensa, considerablemente cruel, pero tratado con una distancia irónica autoconsciente que hace que la película no se hunda bajo el peso de ridículas pretensiones.
Es, en fin, como aquella primera parte de Sleepaway Camp, un ejemplo de terror psicotrónico de tomo y lomo, no estrictamente buen cine (¿y a quién le importa?), pero sí una muestra bastante demencial y estimulante de hacia dónde puede dirigirse el cine de terror moderno cuando se entrega, sin vergüenza ni disimulo, a los territorios vírgenes del esteticismo alucinado y la diversión sádica. Si uno se sobrepone a sus despistantes primeros minutos (y, todo sea dicho, posee un criterio flexible y cuerpo para soportar determinadas rarezas), podrá encontrar muchos estímulos en esta película sexy y violenta, cuajada de imágenes potentes y momentos sublimemente ridículos que, en sus créditos finales, deja bien claro que lo único que ha importado realmente de todo el asunto es el hecho de poder ver a chiquillas preciosas pasándolo mal por amor al arte. A veces a uno no le hace falta más.