La costa del dolor
Como el que intenta surfear una ola salvaje de origen desconocido que, además de engullir y destruir todo lo que se le pone por delante, es capaz de aumentar su tamaño a medida que se acerca a la costa, así se podría definir Sica, la nueva cinta de Carla Subirana que se estrenó en una de las secciones paralelas del Festival de Berlín y que poco después compitió en la sección oficial del Festival de Málaga.
El padre de Sica, un pescador que salía con su barca por la Costa da Morte de Galicia, desaparece durante una tormenta, dejando como única herencia para su mujer y su hija un colchón lleno de deudas y el punzante vacío que golpea la existencia de aquellas personas que han perdido un ser querido. Así, mientras Sica se niega a subirse a la caravana de la adolescencia, a hacer todo aquello que una joven de su edad debe hacer —maquillarse, salir de fiesta, quedar con chicos—, y encuentra en una vieja leyenda que afirma la posibilidad de escuchar a los muertos a través de un agujero muy profundo el bálsamo que necesita para aliviar su desasosiego, su madre intenta convencerla de que la oportunidad de mudarse a Cataluña para empezar de cero es la única salida a sus problemas. El día que un cadáver aparezca en la orilla, su situación empeorará aún más.
«Los marineros son las alas del amor,
son los espejos del amor,
el mar les acompaña,
y sus ojos son rubios lo mismo que el amor
rubio es también, igual que son sus ojos.
La alegría vivaz que vierten en las venas
rubia es también,
idéntica a la piel que asoman;
no les dejéis marchar porque sonríen
como la libertad sonríe,
luz cegadora erguida sobre el mar.
Si un marinero es mar,
rubio mar amoroso cuya presencia es cántico,
no quiero la ciudad hecha de sueños grises;
quiero sólo ir al mar donde me anegue,
barca sin norte,
cuerpo sin norte hundirme en su luz rubia.»
Estos versos de Cernuda describen la luz que se oculta tras las densas nubes de problemas que cubren el cielo de Sica. Y es que la cinta de Carla Subirana es esencialmente un recorrido turbulento por la vida de unos personajes convertidos en tinieblas y vacío, por un pueblo sediento de calma y calor, por un océano de mitos y fantasmas que no son sino la esencia del lugar en el que transcurren los hechos.
Sica se podría definir como un cuento sobre el dolor que provoca la pérdida; sus personajes se mueven sonámbulos de angustia por unas tierras tan hermosas como salvajes en busca de ese gesto que les motive para seguir adelante, que sea capaz de cubrir, que no tapar, la herida que les consume, que les ayude, a fin de cuentas, a convivir con una tristeza que parece haber llegado para quedarse. La cinta propone distintas formas de dialogar con el pasado para construir, desde el presente, un futuro digno de ser vivido, sin condenar ni juzgar ninguna. Cada uno afronta su duelo como puede. Mientras que la protagonista se lanza en manos de las leyendas y la naturaleza, su madre opta por levantar un muro entre lo que pasó y lo que está pasando para que le ayude a controlar su angustia, y su mejor amiga, que también perdió a su padre en el accidente marítimo, decide vivir su juventud como si no hubiese pasado nada.
Pero Sica tiene también una base de ‹coming of age›. La protagonista, en pleno proceso de madurez, es incapaz de entender a su madre, excluye de su ecuación vital cualquier elemento externo que sea ajeno a su padre y a la sangre que brota de su herida y no tiene reparo en echarle en cara a su progenitora tanto sus errores como su contención a la hora de expresar su pena. Por detrás, la directora muestra cómo la precariedad y la falta de dinero enfrentan a dos familias que deberían reconocerse en el dolor, compartirlo y ayudarse mutuamente a salir adelante, al mismo tiempo que pone delante de la mirada del espectador de forma traslúcida los destrozos medioambientales que provoca el cambio climático en las tierras gallegas.
Toda la película está sobrevolada por una atmósfera entre mística e irreal. El espectador se siente dentro de un cuento tipo érase una vez, a pesar de que la puesta en escena es prácticamente documental: la cámara, siempre en mano, se mueve nerviosa en busca de los rostros de los personajes —todos interpretados por actores no profesionales—, conocedora de que sólo ahí, en sus miradas, sus sonrisas y sus arrugas faciales, está su verdad, su humanidad. Además, Subirana ofrece momentos verdaderamente hermosos en los que paisaje y persona se fusionan de forma pictórica; salpica la obra con escenas abstractas que introducen al respetable dentro de la mente de la protagonista; consigue que sus imágenes, esencialmente bruscas, destilen en determinados momentos un lirismo arrebatado. La heterogeneidad de las elecciones puede resultar desconcertante, pero no lo es. Los planos se concatenan de forma completamente homogénea, dando lugar a un resultado tan hipnótico como vibrante.
Para el final queda la sensación de haber surfeado una gran ola que, además de engullir todo lo que se le pone por delante, es capaz de encontrar una luz rubia justo en el momento en el que llega a la costa. Brillante.