No seré yo quien rechace determinados temas por considerar que sus motivaciones obedecen más a razones de agenda que a un profundo interés y convicción personales. Más allá de la recurrencia (quizás contraproducente) al uso de determinadas etiquetas (el ‹MeToo› en el caso que nos ocupa), lo cierto es que el debut de Charlotte Colbert explora de forma en principio interesante el legado, o la cicatriz, que la violencia patriarcal ha dejado sobre las mujeres a lo largo de la Historia, acertando además a vincular a las mismas con una Naturaleza que es esencialmente femenina, evidenciando ese nexo atávico y mágico en la forma en la que la protagonista se va dejando imbuir del aura feérica y ultraterrena del entorno que la rodea, mediante el contacto directo con la tierra, las hojas, el agua, el barro… De ese modo, el pasado trágico de aquel paraje embrujado en el que fueron ejecutadas miles de mujeres, conecta con un presente en el que la violencia machista sigue teniendo presencia (el burdo intento de violación) y donde las deudas con el pasado tenderán a saldarse tarde o temprano.
Y bien, ¿todo esto, que sobre el papel suena bastante bien, realmente funciona? No. Rotundamente no. Es difícil explicar por qué una película con unos elementos tan atractivos a priori (no solamente el escenario: esos umbrosos bosques escoceses en los que está levantada la mansión a la que se retiran las dos protagonistas, sino también el tema y su conexión con la brujería y el horror gótico clásico, apasionantes en sí mismos), resulta a la hora de la verdad tan aburrida y pesada, tan endeble en su construcción narrativa, tan reiterativa en sus temas e imágenes, y tan mal acabada, en definitiva. Pero es así. Sólo la presencia de una imponente Alice Krige, y la habilidad de Colbert para crear visiones oníricas y fantásticas con un cierto impacto estético y psicológico (aunque pierdan fuerza por simple y pura acumulación), salvan a este esforzado debut del desastre absoluto en el que casi se convierte.
La culpa, fundamentalmente, recae en un guion mediocre, incapaz de desarrollar con un mínimo de interés su prometedora premisa, burdo y obvio en el tratamiento de su temática y en su resolución, si bien el tempo relajado, donde prima lo atmosférico, juega a disfrazar esta ausencia de sutileza y creatividad con un aura de elegancia que no puede ocultar la simpleza de todo lo que se nos está contando. Tampoco consigue Colbert generar verdadero terror cuando aborda lo fantástico: esos sueños vívidos donde los crímenes del pasado se materializan. Al contrario: a ratos, conforme uno se va cerciorando de que todo se encamina hacia lo más básico, sin sorpresas ni misterios, el embrujo de la película (atmosférico y literal) pierde poder y la misma se vuelve irritante, cuando no tediosa.
Otro error llamativo: Colbert recurre a muchos personajes secundarios, pero es como si no hubiera ninguno. No hay uno sólo que tenga incidencia real en la trama o que sirva a algún propósito válido, más allá de comprobar lo mal que envejece Rupert Everett o lo mucho que se puede desaprovechar a un actor tan inquietante como Malcolm McDowell. Ante este panorama, sólo nos queda aferrarnos a lo positivo, esto es, el talento de su directora para capturar cierta poesía de lo sobrenatural, merced sobre todo a un enclave rico en elementos que favorecen esta inmersión en un universo extraño y lleno de misterio. La fotografía de Jamie Ramsay contribuye a potenciar este efecto. En lo demás, pese a reconocer las buenas intenciones, todo se queda en agua de borrajas: un cuento de terror y venganza medularmente feminista (esa conexión mágica e intemporal entre mujeres) que se siente recargado, por una parte, y poco o mal cocinado, por la otra. O sea, una oportunidad perdida.